Polaquito // Diego Valeriano
Los
guachines pueden todo y lo que no lo fabulan. Fierros, motos, nevados,
historias, hacer algún quiosco, arrebatar viejas solitarias en calles oscuras y
esconderse en su pobreza. Pueden mentir que roban y son porongas, porque eso
los hace más poronga: saben como hacerlo con las dosis justas de tumba, código
penal y desarrollo social y así todos caen.
Empastillados
disparan, se toman un bondi al bajo, se enamoran, no toman rehenes, devoran
todo, aprenden palabras para poder usarlas en el momento adecuado y siguen construyendo
un mundo distinto al relato adulto lleno de derechos, carreras, contenidos,
redenciones y largos plazos.
Ser
poronga es mejor que ser alumno, hijo, promesa, caso, estadística. Es mejor que
esperar, es mejor que ser empleado, es mejor que hacer un curriculum, es mejor
que estar lleno de odio y pedir que maten a un pibe, es mejor que estar lleno
de culpa y decir que son víctimas.
El
Polaquito es ante todo un mentiroso, un partícipe necesario (aunque no lo
quiera) de una discusión carente de sentido sobre el futuro de gente careta.
Una discusión aburrida y monótona que no le da voz a los pibes. O cuando se la
da ya está guionada de antemano.
Ojala
el guacho se haya visto en la tele el domingo, reunido con los que quiere de
verdad y que a pesar de que todos lo festejen, brinden por su pedantería y
sapiencia, en el fondo se haya molestado fuerte porque los ortibas le taparon
la cara.