El garrón de caer en la escuela pública // Diego Valeriano



Es caer. En las escuelas públicas reales, se cae. En esas escuelas que nunca van a tener un premio Nobel ni ninguna persona destacada, se cae. Es así en Merlo Gómez, San Justo, Altos de San Lorenzo o en la periferia de Mar del Plata. Se cae en lugares muy sucios, rotos, ajados y descuidados. Lugares que ya no quieren albergar nada. Se cae en cloacas explotadas, en calefactores rotos en ventiladores que también se caen. Se cae en talleres que simulan cosas que ya saben todos, en profesores de gimnasia que no llegan, en docentes que no pueden seguir eso que son los pibes. 
Los pibes caen en territorios enemigos, rodeados de adultos que los odian o, peor aún, que quieren educarlos. Los pibes caen en un lugar hostil, y en su sobrevivencia hacen a la escuela verdaderamente pública, la inventan, la revolucionan. 
Casi ningún pibe puede renunciar a la escuela, casi ningún pibe puede esquivar a los adultos, y entonces aprovechan las circunstancias, se enfrentan cuerpo a cuerpo haciendo que pasen cosas a fuerza de convivir mínimo cuatro horas diarias.
Se cae, no hay mejor término para usar. Sin duda todos piensan eso (en especial el educador militante).  Esa caída que para las maneras adultas habituales de sentir puede ser interferencia, dolor o militancia para los chicos y chicas es  para comprender y hacer los encuentros. Las caídas son puntos reales de partida.