¿Por qué hay una cultura política de guerra en Podemos? // Nuria Alabao
“Nosotros, que queríamos preparar el
camino para la amabilidad, no pudimos ser amables”. Esto escribió Brecht
durante su exilio del nazismo; pero se refería a lo que tuvieron que hacer los
revolucionarios en tiempos de guerra, de represión brutal contra aquellos que
se les oponían. Hoy, en Podemos, el enemigo contra el que se lucha sin
compromiso posible, no es el germen del fascismo contenido en nuestras
sociedades en crisis o las élites que sostienen todo este entramado de
desposesión. El enemigo está dentro. Son los compañeros que han compartido
proyecto, manifestaciones, discusiones hasta altas horas de la noche y esa
amistad particular que da la política, intensa, tanto, que puede alumbrar
diferencias que se viven como traiciones irreparables y que alejan –quizás para
siempre– la posibilidad del acuerdo. El acuerdo necesario para que Podemos siga
siendo una herramienta de transformación y no un partido cerrado sobre sí mismo
y desconectado de la sociedad en movimiento que es su única fuerza.
No sabemos si todavía hay tiempo de
detener ese “karma suicida de la extrema izquierda” –del que habla Enric
Juliana– pero la pendiente que han tomado los acontecimientos estos días, con
confrontaciones cada vez más violentas en los medios, imprime velocidad e
inercia a una descomposición que podría ser irreversible. Sin vías de
recomposición, el destino probable es el de un partido fraccional donde la
guerra interna sea una constante y donde cada tendencia vaya por su lado
dirigiendo a su manera su propia Taifa: ni máquina de guerra, ni espacio lento
y democrático de construcción colectiva.
Pero contra la fatalidad histórica, esa
que dice que la izquierda guarda en sí una fuerza centrípeta que le impide
sostener proyectos complejos y diversos, hay que afirmarse en la
responsabilidad personal y colectiva. No es una conclusión pesimista. Siempre
se podría haber hecho de otra manera –¿todavía se puede?–. No hay fatalidad,
hay dificultades, condicionantes materiales e históricos, pero también,
apuestas políticas que dan lugar a determinadas estructuras organizativas y a
formas de hacer, de relacionarse y de tomar decisiones. Lo que llamamos cultura
política. En este caso, una de competición, guerra y desconfianza; como ha
podido vivir quien haya participado en cualquier estrato de la estructura de
Podemos: desde la base hasta la ejecutiva.
Vistalegre I
Se pueden comprender todas las
dificultades relacionadas con la necesidad de generar organización en lo que
fue aquel primer impulso quincemayista de desborde en los inicios: en poco
tiempo, más de mil círculos organizados asambleariamente. Para muchos, quizás
la mayoría, fueron el lugar de su primera experiencia política.
Inevitablemente, aparecieron también, oportunistas y escaladores. ¿Cómo se
organiza todo eso? ¿Cómo se genera también una estructura territorial de
alcance nacional? Vistalegre I –el Congreso fundacional de Podemos– intentó
dotar de estructura a ese magma difuso de los orígenes. La propuesta que se
impuso, la de Pablo Iglesias, que amenazó con irse si no ganaba su modelo –por
aquel entonces también el de Íñigo–, fue la de un modelo extremadamente
jerárquico. A la pregunta de qué organización, se le dio la peor respuesta
posible. Los participantes venían de la promesa de democracia, de la demanda de
inventar otra manera de hacer política institucional, e incluso, de la puesta
en cuestión de la propia representación que se había inaugurado en las plazas.
El modelo organizativo elegido concentraba en algunas manos un enorme poder,
proveía de escasos controles internos y dificultaba el debate y la pluralidad.
Había otros modelos –como el de anticapitalistas–, que sin duda hubiesen
enfrentado también muchas dificultades, pero había otros. Es importante
remarcar que nada de lo que acontece es irremediable. No estamos en una
tragedia griega.
Luego vinieron las elecciones internas,
instaurar un jefe –un Secretario Municipal– en cada pueblo y ciudad a los que
se hizo competir con otros. En los pequeños, muchas veces, eso supuso la muerte
de las asambleas o la confrontación ya instaurada para siempre. Para los
grandes, y para los Consejos Autonómicos, Iglesias y Errejón elaboraron sus
propias listas. Aunque no siempre ganaron, lo hicieron en la mayoría de los
territorios.
Se generó así, a partir del modelo de
Vistalegre I –como el propio Errejón reconoce en su documento político– “una
cultura política del todo o nada, basada en el plebiscito” justificada porque
“una situación excepcional requiere poderes excepcionales”: el estado de
excepción schmittiano impuesto sobre una organización que daba sus primeros
pasos. Estos poderes extraordinarios y el sistema de elección poco proporcional
sirvieron a Iglesias y a Errejón para arrinconar a otras tendencias. Pero
cuando sus diferencias estallaron e hicieron recuento de qué apoyos tenían en
los territorios, parece que Errejón se había empleado más a fondo en la tarea.
Eso ahondó todavía más la brecha. Hoy, la demanda de Errejón de más
proporcionalidad es perfectamente lógica para alguien que ha pasado de “núcleo
irradiador” a tendencia.
Una máquina electoral que pierde aceite
Lo cierto es que esa estructura
jerárquica, pensada para controlar la organización, ni siquiera consiguió su
objetivo. A partir del primer año, un reguero de dimisiones en los órganos
territoriales acompañó el proceso. Los pocos que tomaban las decisiones en
Madrid, tenían complicado imponerlas únicamente a través de una cadena de mando
escasamente legitimada. Algunos de los cargos orgánicos impuestos en los
territorios, muchos sin experiencia –colocados ahí por ser personas de
confianza de la ejecutiva– traslucían en sus actuaciones una concepción de la
autoridad como una cualidad que se desprende mágicamente del cargo, no como la
capacidad de sumar apoyos. La competición por los puestos en las listas electorales
hizo el resto. De pronto, había bandos, y era imposible militar o trabajar en
Podemos sin posicionarse en alguno de ellos. Muchos se marcharon debido a esta
dinámica competitiva. Otras comunidades, también hay que decirlo, pudieron
generar formas de hacer alternativas y establecer espacios de confianza: sobre
todo las que consiguieron mantener su independencia respecto de Madrid.
Frente a los propósitos de enmienda de
los dirigentes que ahora compiten no sabemos si todavía existe la posibilidad de
volver atrás. Si se podría recuperar parte de esa energía social expulsada por
la cultura política de guerra. Ni tampoco, si esa cultura ya instaurada puede
revertirse únicamente mediante mecanismos organizativos, desgajada de lo que la
generó. Como si el debate de propuestas políticas de estos días –tan necesario–
pudiese soslayar que estamos inmersos en una batalla por el control del
aparato. Para muchos –entre los que me encuentro– las escenas de estos días se
vivan casi como un fracaso generacional, como la pérdida de una oportunidad
histórica. Pero las lamentaciones no valen de mucho. Resulta de mayor utilidad
identificar los problemas.
El reto de la democracia
El “karma suicida de la extrema
izquierda”, por tanto, se juega en la cuestión de la democracia y cómo
plasmarla en una organización –uno de los problemas centrales de toda
revolución–. Si fuese recuperable Podemos como herramienta de cambio tendría
que ser capaz de preservar el pluralismo interno y la convivencia de las
distintas “familias” que lo habitan. Para ello el problema es de organización
–mecanismos que regulen el disenso y pluralicen los órganos– pero también, de
que los que integran Podemos dejen de reproducir dinámicas de competición y
guerra. Podemos debería construirse como un espacio más amable, con dinámicas
de suma, más que de expulsión y donde el debate de ideas y la crítica no solo
sean posibles sino que sean promovidos activamente. Una organización que sería
también más feminista, lo que no significa poner a mujeres en puestos de poder
–que es importante– sino a mujeres que cuestionen el propio poder y su manera
de ser ejercido, en pos de una estructura más igualitaria que meritocrática.
Este sería el único antídoto para que
la lógica que impone la guerra no cerrase aún más las fracciones sobre sí
mismas, desconectando a Podemos de sus bases, pero también de los movimientos y
las luchas. Sin bases sociales fuertes que tiren de ellos, los partidos de
izquierda se convierten en partidos convencionales. Es decir, en prolongaciones
del Estado con sus propias lógicas e inercias. Sin algo por fuera que los
gobierne, acaban apoyándose en otro tipo de poder, ese que sostiene
estructuralmente a las élites políticas. Otros partidos como el PSOE –aunque
ahora incenciado– tienen su estructura, sus redes clientelares y la fidelidad
de unas bases ligadas por vínculos materiales, territoriales o incluso
históricos. Podemos sólo tiene un puñado de cargos, buenos propósitos y la
promesa de cambio, la antorcha del 15M. La tesitura es elegir si se quiere una
organización más parecida a la del PSOE, u otra más ingobernable, pero más
democrática también, que tenga más en común con un movimiento que con un
partido.
[fuente: http://ctxt.es/]