Viejas locas // Lucas Paulinovich


Viejas Locas tocaba en el Anfiteatro. Con unos amigos decidimos ir al parque Urquiza con unas cervezas y escuchar desde afuera. Nos sentamos a unos metros de la entrada. Un cordón policial se apostaba a un costado del ingreso. El operativo parecía un poco exagerado. El pánico, los prejuicios, la historia negra de los medios, todo lo que circula alrededor del rock y de Viejas Locas, el terror a los desmanes, la suciedad, el desorden, a los que vienen, se suma al clima de emergencia en seguridad y se agudizan los nervios represivos. Todo es peligroso, cualquier síntoma de vida se vuelve una amenaza.

Algo había que era cierto y evidente para los que estábamos ahí: esos guardias no se habían armado y preparado para proteger y garantizar nuestra seguridad, cuidar que podamos escuchar la banda tranquilos. No quedábamos comprendidos en el ideario de tranquilidad. Estaban ahí contra nosotros, una coreografía en la aplicación de esas lógicas securitistas que parecen pensadas por viejas locas, aterradas, odiando la vida de tanto miedo. Los hechos siempre se rebelan con algo poético. Viejas locas que no dejan tocar a Viejas Locas, una colisión de sentidos que concluye en la imagen que anuncia formalmente las hostilidades, una provocación protocolar.

Ya había terminado de tocar Farolitos. No sonaba música. Estábamos preguntándonos dónde renovar el porrón, porque no había ningún lugar cerca que nos vendiera y ya se habían pasado las once de la noche. Después de esa hora, no se puede caminar con una cerveza por la calle. Está prohibido el exhibicionismo etílico. Tampoco se puede estar sentado en el parque, compartiendo un rato con amigos y esperando que suene un recital de rock. El sentido público del parque, pasado cierto huso horario, se trastoca. Se reconfiguran los términos del cuidado. El operativo de seguridad lo tenía perfectamente estudiado: para eso se habían dispuesto los guardias en la puerta y dos policías de la montada. Los que estábamos ahí, no.

Sonó un estallido. Nos preguntamos con ingenuidad si no serían petardos para agitar la salida de la banda. Ya hacía un rato que estábamos, que debía empezar, que se estiraba. Se escuchan los cantitos desde el Anfiteatro. La cosa debe estar por arrancar. Pero los estallidos se repitieron uno tras otro. No podían ser petardos y los que retrocedieron corriendo desde la puerta, lo confirmaron. El cordón de guardias ahora era una formación de combate. Se armaron y tiraban. El jefe del operativo se desprendía unos metros y tiraba una o dos veces. Algunos se intentaron resguardar detrás de los autos, se corrían fuera de la línea de tiro, se agachaban y corrían.

La bronca, como era inevitable, se devolvió. Volaron algunas botellas pero enseguida el resto empezó a calmarlos. Las fuerzas de seguridad aplicaban la seguridad a la fuerza, aunque ninguno entendía lo que pasaba. No se advirtió ningún revuelo previo, ni siquiera algún grito por fuera de esa espera festiva que era el pedazo de parque.

La formación de la guardia avanzó unos treinta metros, tirando al cuerpo, no hacia arriba. No estaban disuadiendo. Era una persuasión violenta, agresiva, de ir para adelante. Mientras la infantería avanzaba, dos agentes de la montada sacaban a correr a cualquiera, disolvían grupitos distribuidos en el parque,  arrinconaban a alguno contra un árbol y repartían fustazos.

– “¡Qué hacen loco, paren un poco!”- le gritó una piba, cuando los caballos pasaron por al lado nuestro.
La repuesta del cana me flasheó.
-“Cerrá el orto y quédense ahí”- le dijo.

No nos pidió que nos corriéramos, que desistiéramos de una actitud hostil, que nos fuéramos. Nos dijo: quédense ahí. La facilidad para el tiro que exhibió el operativo de seguridad, que arrancaran sin que haya pasado nada zarpado, un quilombo notorio, algo groso, los hacía parecer cumpliendo parte de un procedimiento. Una acción pre-sabida, que tenía que ser.

El pedido de los montados es parte de esa persuasión. Un signo del cambio represivo que vivimos, la prepotencia optimista de las fuerzas de seguridad que pueden tirar y pegar más tranquilos. Es algo que viene pasando, que empezó a pasar en un marco de legitimidades más amplias. Sostenida en el silencio, aval o directa participación represiva de vecinos y ciudadanos. A pocas horas de distancia, un clon del periodista Alberto Yorlano escoltaba una detención arbitraria en Mitre y Santa Fe. En la grabación, se veía al buen vecino, la opinión pública, vigilando el correcto desempeño del operativo de rutina. Unos pibes que estaban parados en una esquina sin hacer nada: fuente imaginaria de lo punible. Los policías se los llevaron en medio de un mambo generalizado, con algunos que filmaron y denunciaron el hecho por las redes. El vídeo circuló unas horas en las redes y después desapareció. Así se llegan a conocer las cosas.

Es inevitable asociarlo –aunque más que asociación es una superposición de imágenes inquietantes- con el botellazo del homicida vecinal que le pegó a una piba en La Chamuyera hace unos días; o de los gendarmes queriendo impedir un torneo de fútbol de los pibes del Movimiento Evita en barrio Molino Blanco, en zona oeste, y verduguean como pedagogía ritual; o en los comentarios sobre exterminios masivos y bombas higiénicas para todos que habitan las conversaciones cotidianas. Se impregnan como sentido común fatalista y aterrorizado. Un “algo estarán por hacer” que se extiende por la superficie social, en cada lugar donde se acumulan núcleos de vitalidad.

Anoche tiraron antidisturbios, nomás. Digamos que nomás tiraron perdigones y quizás le hayan pegado a alguno pero no hubo ningún herido de gravedad. Que la cosa no pasó a mayores y que no hay que exagerar las intensidades, como si fuera el nivel de la violencia lo importante, y no su ejecución inmediata como única vía para la resolución de los conflictos. El país de los triunfadores destacado, subrayado con autoridad, envalentonado hasta adquirir, por momentos, una incerteza de realidad ficcional, de límites difusos entre la farsa y lo real.

Los que van a escuchar Viejas Locas son portadores de una culpa, son algunos de los que están penalizados incluso antes de cometer cualquier acto. Si están, se tienen que quedar ahí. Quédense ahí, nos dijeron. A la espera de ser reprimidos, para que la represión sea. El nuevo orden cada vez se extiende con mayor violencia. Así son sus reglas.

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