El rito de los linchadores // Lucas Paulinovich



La escena enseña: un grupo de personas rodea y detiene al pibe. La mayoría de los medios eligen mostrar las imágenes capturadas con un celular en crudo y no agregar comentarios. Realidad cruda, reproducción igualmente cruda. Los comentaristas están abajo, entre los lectores. Parecería que no hiciera falta agregar más nada: pura puesta en escena de las furias urbanas. Al pibe, varios que en pleno mediodía pasaban por peatonal Córdoba y vieron la escena o escucharon los gritos de advertencia, lo retienen y golpean. Lo acusan de intentar robar una camiseta en un local de una cadena deportiva, una de las más grandes de la ciudad. Le pegan hasta que intervienen otros para frenar la paliza, y son también agredidas.

“Hay que ser cagón para filmar”, se escucha en el video difundido por redes sociales y medios digitales. El miedo es exponer a los cautivos del miedo. Mostrarlos en plena cobranza. Los vecinos indignados con el robo, los mismos que pueden indignarse con los altos precios de la ropa, las condiciones de explotación y esclavitud en la industrial textil que, de tanto en tanto, son denunciadas y se exponen con cinismo compungido en los grandes noticieros. Pero hay broncas distintas, grados alternativos del enojo.

¿Qué hacen los vecinos defendiendo a la cadena que roba con sus precios, a la que insultan cuando pagan resignados una fortuna por una prenda que se puso de moda o el nuevo modelo de la indumentaria del club? Esa remera, cuya producción pagan en monedas, la venden después a precios altísimos. Los vecinos lo saben, y se enfurecen. Todos se aprovechan, como si no rigieran las leyes ni existan las buenas intenciones. Pero es comercio, otra cosa, así funciona. En el castigo al pibe son otras las sanciones. Se pone en primer plano el reverso de los derechos conquistados. Si el gobierno nacional, en sus cortos meses de gestión, inició un despojo sobre la superficie sensibilizada del crecimiento con inclusión a través del consumo, del poder de compra, los vecinos linchadores están poniendo en práctica su autodefensa. Hubo un límite brutal al consumo popular: sinceramiento de las fantasías del despilfarro, reducción del salario, fin de los privilegios inmerecidos, desempleo, flexibilización y extorsión patronal. El común afectado expresa su bronca. Los consumidores, ahora en orfandad, recurren a sus propias fuerzas. La reacción de odio afirma, tiene sus postulados fundacionales: el Estado está ausente.

El linchador que defiende a la gran propiedad, en definitiva, se está defendiendo a sí mismo, su propio horizonte de adquisiciones, la proyección de sus posibilidades. El afán linchador, con su aspiración última a exterminar el delito, aleccionar, ejemplarizar, es un desesperado acto utopista. El triunfo del más grande confirma la fluidez, la realidad perceptible del crecimiento. El horizonte se palpa, los ricos no piden permiso, viven. Sí, se puede. El pibe chorro viene a conmover las cuadrículas de los mostrable, irrumpe como una potencia distorsiva. Hay que neutralizarlo.

El linchamiento, así, se constituye como la venganza de los “giles robados”. Subyace un rechazo moral al robo, pero la reacción es ante lo inmediato, lo que está a mano, pasible de castigo. “Los que se la chorean toda”, los poderosos, son una alegoría, siempre lejanos, distantes, incapturables. El linchamiento –con sus componentes de segregacionismo y exterminación- se asienta en esa fatalidad de la derrota: lo que molesta al humillado es ser otra vez humillado por un igual. La paliza descarga una bronca que tiene origen ético en la servidumbre, la aceptación y resignación ante el destino trágico que los coloca a todos en el mismo barro. El alimento, llegado el caso, es la envidia y la fantasía. Soñar es viable, el deseo, imposible.

El odio absurdo del linchamiento aparece cuando el vecino tiene que asumir las funciones represivas y aplicar el castigo ante la anomia institucional: “¿dónde están los que tienen que hacer algo?”. El odio se refiere antes al desamparo que al delito en sí mismo. Es un rechazo de las formas, una consideración estética frente a la vulnerabilidad toda expuesta: la democracia vaciada ante los cuerpos sufrientes. Por eso el presidente se apiada del hombre “bueno y querido por su comunidad” que persiguió, atropello y asesino al ladrón en Zárate. Hizo un sacrificio vecinal, se inmoló en su condición de ciudadano, asumió la excepcionalidad real y castigó en consecuencia. Ahora cae en las trampas de la justicia, esa cáscara seca de representación. Se trata de un mártir de los vecinos: al reconocerlo, Macri confirma el agotamiento del Estado como concentración de soberanía. En el estado de emergencia, todo se disuelve y cada quien debe ponerse a resguardo. Las calles se patrullan, lo que cambia son los uniformes y el registro del arma.

Esas vidas amarretas

El “empeoramiento de la vida misma” supone una reformulación de las dinámicas de horizontalidad-verticalidad. El extractivismo vital –como suplemento del modelo rentístico-financiero de la gran producción- no se problematiza: se procesa a través de la violencia. Las finanzas son fluctuantes, se acomodan a las circunstancias. El currito, de esa forma, se vuelve un modo de subsistencia y va elaborando una sociedad de buchones, arrepentidos, patovicas, arribistas y hordas linchadoras. Recobran vigencia los rezagos loperreguistas y se acentúan las continuidades exterminadoras de la dictadura genocida. El gobierno alienta esa resolución de los conflictos por vía de la violencia aniquiladora. La democracia muestra su vacío de forma cruel, la crisis de representación nunca fue resuelta. Estamos ante el “que se vayan todos” segurista.

El segurismo nutre los rituales diarios de gestión de recursos, objetos y humanos, muebles e inmuebles, reales o virtuales, todos transables. El patovica, guardián, prepotente e intimidante, se volvió un servidor social, más un conjunto de atributos y repertorios de acción para la garantía de propiedad (el derecho de admisión al pequeño o gran orbe que necesita extender a su alrededor para durar) que una cualidad humana. Las alarmas y videovigilancia son un adelanto de robotización y automatización que operan sobre el miedo, pero aún no logran la efectividad ceremonial de la contundencia física. En la garita, minúsculo fortín blindado, se resumen las necesidades arquitectónicas a las que recurren los dadores de seguridad cuando la circunstancia conlleva peligros que exceden la primacía de autoridad del músculo o el arma reglamentaria. El devenir gendarme de la población hace a un modo de gestión de la vida cotidiana, un horizonte de deseos e imaginaciones, un determinado tipo de trayectoria vital, con ciertas variaciones de experiencias posibles, límites ondulantes entre lo aceptado y lo prohibido, relaciones con la autoridad y, principalmente, aporta recursos utilizables para intervenir cuando se producen los conflictos.

Noticias de la guerra difusa

Con los episodios de las últimas semanas –cuatro casos de linchamientos difundidos en poco menos de un mes- quizá nos topamos con las primeras escenas de la guerra difusa que intenta regularse y sistematizarse desde el plan “Argentina sin Narcotráfico”. Sin enemigos claros e identificables, desparramados por la sociedad y los territorios, el combate es contra la sustancia. Los cuerpos, son su alojo, se corrompen, vician y exponen a los castigos. Los nuevos valores sanitaristas y eugenésicos tienden a elaborar una normalidad sostenible. Rosario, en eso, es un laboratorio para la aplicación de políticas de seguridad que ya fracasaron en toda la región. Una usina de fantasmas y terrores. El puntal de la inserción al mundo, envilecido por el terrorismo. El Estado desembarcando, reafirmando su presencia soberana en los territorios, exhibiéndose armado, preparado y dispuesto al enfrentamiento, ofensivo y activo a través de la fuerza espectacularizada.

Son dos planos de actuación, la saga de los Bullrich. La ministra de Seguridad, por un lado, poniendo a funcionar la máquina del miedo, lanzando cifras sobre homicidios, especulando sobre injerencias extranjeras, acuciando los temores y amenazas rondando cada esquina. No se puede confiar, es parte del nuevo tono vital de la época. Por el otro lado, el ministro de Educación, anunciando la “nueva campaña del desierto” mediante la educación, en Choele-Choel, memoria de evangelizaciones y campañas genocidas. Pero hay un grado de consideración, una posibilidad primaria de perdón estatal. La eliminación será de imaginarios, modos de vida, superficies perceptivas, sensibilidades autóctonas y autónomas. Los normalizados, son bienvenidos. Y los vagos, delincuentes y militantes, no tienen lugar en la normalización. Sus ideas no sirven ni para abonar el suelo del progreso: si el desarrollo es teleinformático y biotecnológico, la educación será una gran ordenadora de roles y jerarquías. Sus calificaciones dictarán para qué está preparado cada uno.

Esas son las reglas claras: la bandera, la medalla y el premio, siempre es para uno. El que copia, transgrede, intenta apropiarse de lo ajeno, es un traidor, competencia desleal, objeto de reprimendas. No importa tanto la ilegalidad, el problema es la ineficiencia, que lo descubran. Macri mismo, cínico referente, hace gala de su desapego hábil a la ley. Esa astucia del gran currador que le permite caer siempre parado, zafar, no ser agarrado. El asunto es ser rápido y sigiloso. Y si todos saben que uno está trampeando y no pueden capturarlo, se consolida la autoridad. Por eso el linchamiento es sacrificial: porque el Estado no hace sentir quién manda. Esa es la base de los pedidos de “seguridad”. Que alguien deje las cosas en claro, establezca jerarquías invariables, un orden desigual pero previsible. La sanción se dirige a la falta de método: es una penalización por la autoridad infértil la que recae sobre el pibe chorro linchado. Una intención desmedida, alguien que quiere más de lo que merece: los vecinos hacen saber que no hay superioridad, que nada puede, que en el mismo lodo están también manoseados.