Comunes bastardos: una conversación entre Christian Laval, Pierre Dardot y el campo de la cebada
El
crítico cultural Fredric Jameson afirma que “hoy es más fácil imaginar el fin
del mundo que el final del capitalismo”. Precisamente para romper ese bloqueo
de la imaginación política y abrir el futuro, Christian Laval y Pierre Dardot
han escrito Común, subtitulado “ensayo sobre la
revolución del siglo XXI”. Partiendo de prácticas y experiencias ya existentes,
Laval y Dardot elaboran la idea de un nuevo principio político capaz de salir
de las alternativas de la política del siglo XX (izquierda/derecha,
Estado/mercado, público/privado): es “lo común”, una lógica de pensamiento y
acción que se define por anteponer la participación a la representación y el
derecho de uso al de propiedad.
En
octubre de 2015, Laval y Dardot estuvieron en Madrid presentando el libro. En
la librería Traficantes de Sueños, entablaron un diálogo con personas que
piensan y hacen lo común en la ciudad: Elena Aguiló (médica de familia del
servicio madrileño de salud y miembro del centro de desarrollo en Salud
Comunitaria “Marie Langer”), Pablo Carmona (Miembro del Observatorio
Metropolitano y Ahora Madrid) y Manuel Pascual y Jacobo García de ese “común
urbano” que es el Campo de la Cebada. El objetivo de la sesión era interrogar
recíprocamente el libro desde las prácticas concretas de lo común y viceversa.
Lo que presentamos aquí es el hilo de conversación que se dio más directamente
entre los autores franceses y el Campo de la Cebada. La sesión entera puede
escucharse aquí.
Jacobo: Manuel y yo venimos a hablar del Campo de la
Cebada, pero más que explicaros lo que es, que no sabríamos, queremos lanzaros
algunas preguntas. En particular a vosotros [Laval y Dardot] que habéis escrito
un libro sobre “lo común” y en general a todos los que estáis aquí. La Cebada
es un espacio de conflictos y de resolución de conflictos permanente, un
espacio tomado, usado y gestionado ahora mismo por gente que no viene de
movimientos sociales. Y es, a partir de estos conflictos, de estos problemas y
de estas complejidades que os queremos plantear una serie de dudas.
Manuel: ¿Y cómo vamos a plantear esas preguntas? Lo que
nos han pedido hoy es interrogar este libro desde un ejemplo muy terrenal que
nosotros conocemos: la vivencia cotidiana de un “común urbano” como puede ser
la Cebada. Y justo ahí estaría la primera duda: si existen los comunes urbanos
y si la Cebada sería uno de ellos. Porque la verdad es que nos parece que la
Cebada es, en todo caso, un común bastardo, un hijo de lo común
pero también del neoliberalismo. Un “hijo de mil padres”, que era el insulto
que les hacíamos a los colegas del barrio cuando éramos pequeños.
Entonces lo que vamos a
hacer ahora es lo siguiente: vamos a contar ocho anécdotas, ocho pequeñas
historias que han ocurrido en la Cebada, tratando de extraer de cada una de
ellas una pregunta muy concreta que hacerle a este libro sobre lo común. Las
anécdotas o situaciones atraviesan ocho conflictos. Porque como decía Jacobo,
si la Cebada ha sabido hacer algo bien es desde luego habitar el
conflicto, es decir, plantearlo, no como algo que puede o debe ser
eliminado, sino como algo que se trata de habitar y que puede producir
innovación. Arrancamos entonces con las ocho historias.
Jacobo: ¿Quién puede tomar las
decisiones en la Cebada, quién no? Hay una asamblea en la Cebada que recoge las
propuestas de actividades. Al ser un espacio tan transitado y céntrico, está
muy solicitado. Y ha habido veces que empresas privadas o multinacionales como
Red Bull, Nike o Adidas han venido a pedir el espacio para montar una
actividad. Red Bull, por ejemplo, quería organizar un partido de baloncesto.
Entonces fuimos y preguntamos qué les parecía aquello a los que usan todos los
días la cancha de básquet. Y los chicos del básquet estaban encantados, porque
decían que así podrían jugar con Fulanito y Menganito. Pero otros amigos, los
más ideológicamente políticos, dijeron que no, que eso no podía pasar en el
Campo. Fue una catástrofe, todos llorando, los unos porque querían que esa
actividad se diera, los otros porque les dolía haber frenado una actividad que
apetecía.
Entonces, la primera
pregunta es la siguiente: ¿los comunes urbanos tienen que ser radicalmente
abiertos o pueden constituirse también en pequeñas comunidades cerradas? ¿Quién
tiene legitimidad para decidir, con qué criterio?
Manuel: Segunda anécdota, muy
relacionada con la primera. Tiene que ver con el debate que mencionaba Jacobo
sobre si abrir el espacio completamente o decidir unas reglas, unas normas,
unos horarios. En la Cebada apostamos por lo segundo precisamente para
preservar una posibilidad de lo común. Me explico: si abrimos el espacio
completamente, se llenará con toda seguridad de ruido y botellones, y los
vecinos dejarán de bajar. Si no hay ningún control, la gente más fuerte en el
espacio público —la gente joven que va a hacer a la Cebada cosas que no
puede hacer en otros sitios— expulsará a madres con hijos y otras formas
no hegemónicas de habitar un espacio.
Es una aparente paradoja: la
apertura necesita un cierre, para favorecer un común urbano hay que poner
límites. La segunda pregunta sería cómo trabajar esta paradoja de poner límites
a lo común.
Jacobo: Tercera historia. En la
Cebada, al ser un espacio tan abierto como es, pasan a diario mil cosas
invisibles, algunas maravillosas y otras más problemáticas. Hay venta de
drogas, hay venta de cerveza, hay un monopolio de actividades culturales muy
criticable, etc. Pero se dan situaciones curiosas. Porque es el mismo chico que
vende droga en el Campo el que lo cuida. Y es la misma gente que vende
ilegalmente cerveza la que limpia el espacio. No sé cuántas veces habréis visto
a alguien que vende cerveza por la calle y va recogiendo al mismo tiempo las
latas, pero es muy curioso, muy bonito.
Entonces, la pregunta que
nos viene, también leyendo el libro de Verónica Gago sobre las economías informales,
es si un espacio común puede albergar al mismo tiempo prácticas neoliberales,
si es posible distinguir nítidamente las prácticas neoliberales de competencia
de las prácticas de lo común.
Manuel: El cuarto ejemplo tiene
que ver con uno de los grandes problemas de la Cebada: la limpieza. Claro, como
la administración no entra, pues no tenemos los servicios básicos, es decir,
nadie baja a limpiar ese espacio público. En esa lógica de lo común, cada cual
asume que tiene que limpiar lo que ensucia, pero siempre existe suciedad que
nadie ha limpiado, siempre hay que limpiar lo que otros han ensuciado. ¿Quién
lo hace? La limpieza es un problema capital.
En la lógica de hacer de la
Cebada no solo un espacio de autogestión, sino un espacio donde inventásemos
otra relación con la administración, en las asambleas donde abordábamos el tema
se decía: “Tenemos que tratar de convencer al Ayuntamiento para que limpie la
Cebada”. Pero había personas muy lúcidas que nos avisaban del peligro que
suponía esto: “Si el Ayuntamiento limpia la Cebada, usaremos el espacio como
cualquier otra plaza de Madrid”, decían. Esto es, podremos ensuciar
tranquilamente la Cebada porque el Ayuntamiento vendrá después a limpiarlo, desapareciendo
así esa conciencia activa que cambia el espíritu de lo común. A partir de esos
debates, decidimos dejar de lado una relación de demanda con el Ayuntamiento
(pedir, exigir) y lanzamos la invitación a construir espacios conjuntos entre
la administración y los usuarios de la Cebada para descubrir y aprender formas
de limpiar en común, es decir, con la ayuda de la administración pero sin negar
la responsabilidad de los vecinos. Salir de la lógica de la reivindicación y
entrar en una lógica pedagógica.
La pregunta aquí sería:
¿puede la pedagogía y la generación de contextos de trabajo híbridos, entre la
administración y las instituciones de los comunes urbanos, ser la herramienta
con la que la administración infraestructure o posibilite
estos comunes urbanos, los apoye o favorezca que aparezcan?
Jacobo: Quinta historia.
Probablemente, todos hemos estado en la Cebada, en la calle o en cualquier
lugar del mundo con una lata de cerveza en la mano. Porque nos encanta beber,
fumar, estar en la calle. Lo que hemos aprendido en la Cebada es que la
práctica constante de estar bebiendo, escuchando música a todo trapo o fumando
porros sin parar corre el riesgo de privatizar un espacio, de excluir otros
usos del espacio.
La quinta pregunta sería
entonces si la libertad de uso del común no puede generar prácticas
excluyentes. Otra divertida paradoja: la libertad excluyendo, la libertad
generando exclusión.
Manuel: Nos hemos dado cuenta de
que lo que ha generado un modelo distinto de participación en la Cebada ha sido abrir
las infraestructuras. Es decir, que haya enchufes, herramientas de
construcción, herramientas como un proyector o altavoces o un grifo de agua.
Esto ha cambiado el paradigma de la participación. Nosotros ya no tenemos que
preguntar a la gente qué quiere hacer en la Cebada, sino que la gente misma
viene, propone y hace lo que quiere, utilizando estas infraestructuras.
La sexta pregunta sería
entonces: ¿pueden ser las infraestructuras abiertas el mecanismo para abrir y
fomentar los comunes urbanos y pasar de los modelos públicos a los modelos
comunes?
Jacobo: A raíz de todo esto de la
limpieza, a comienzos de 2015 se generó una situación insostenible: nadie
cuidaba el espacio y aquello era la ciudad sin ley. Entonces tomamos una
decisión arriesgada: generar una especie de “catástrofe” a ver qué pasaba. Y
cerramos el espacio durante un día. La respuesta de la gente fue increíble,
parecía que nadie podía vivir sin el espacio. Los chicos no activistas, que no
provienen de ningún movimiento social y que usan a diario la Cebada, dieron un
paso al frente y cogieron las riendas del espacio. Se acabó aquella actitud de
“yo puedo estar aquí y no limpiar porque hay alguien que lo va a hacer por mí”.
La “catástrofe” funcionó para reactivarnos.
La séptima pregunta sería:
¿cómo diseñar un común urbano para evitar que acabe formándose en el imaginario
una institución separada dentro del espacio común (los que limpian y se
encargan por un lado, los usuarios por otro)?
Manuel: La última pregunta
tiene que ver con unas reflexiones surgidas al hilo de los encuentros con gente
de Tabacalera que hicimos en verano. Ahí nos dimos cuenta muy claramente de que
pasan por la Cebada muchos usuarios muy activos y sin embargo a la asamblea
sólo vamos un puñado de personas. No podemos decir entonces que la Cebada sea
abierta porque se gestione a través de una asamblea abierta. Si pensamos y
miramos con detenimiento, hay un montón de situaciones cotidianas donde se
están produciendo tomas de decisión más allá de la asamblea. La asamblea es un
organismo más, posiblemente obsoleto en tanto que mecanismo único de
toma de decisiones en el espacio.
La última pregunta sería:
¿qué mecánicas de gestión -no sólo la asamblea- permiten el gobierno
abierto, es decir una toma de decisiones lo suficientemente abierta y
plural como para garantizar que un común urbano lo sea verdaderamente?
LA
PARTICIPACIÓN MÁS ALLÁ DE LA PARTICIPACIÓN
Pierre Dardot: De nuevo me asombra la
riqueza de las ponencias y las intervenciones que escucho, gracias. Quisiera
limitarme ahora a tocar dos problemas: el primero, si se puede cerrar un común,
si puede existir un común cerrado. El segundo problema que quiero abordar
rápidamente es cómo articular los mecanismos de decisión, una cuestión
importantísima si queremos construir instituciones de lo común.
Creo que es ciertamente
paradójico un común cerrado, un común que corta las relaciones con el resto de
la sociedad. Diría más: es una contradicción. Nosotros hemos discutido esto
ampliamente: un común no puede ser cerrado, ni siquiera puede existir un común
estrictamente profesional y que excluya a otras personas que no comparten la
misma profesión. Un común tiene que elaborar la cuestión práctica de tejer sus
vínculos con el resto de la sociedad y, en particular, con los usuarios. Y
cuando hablo de usuarios no lo digo con ningún menosprecio, porque esos
usuarios tienen un papel crucial a asumir….
Entonces, por un lado, un
común no puede cerrarse porque si no muere. Pero, al mismo tiempo, solo puede
vivir en la medida que hay una coproducción de normas. Todo se juega en esa
coproducción de normas. Cómo se reactivan regularmente, cómo todos aquellos que
tengan un vínculo con el común pueden participar en esa coproducción de normas,
etc. Y cuando hablo de participación, no me refiero a un procedimiento técnico.
Hay compañeros muy comprometidos y bien intencionados que hablan de la
participación por sorteo: se elige una asamblea de representantes y se
complementa con la participación de ciudadanos elegidos por sorteo. Esto es muy
interesante, pero remite finalmente a un procedimiento técnico, finalmente
formal, y que no aporta ninguna respuesta a la cuestión de la participación. La
participación no es un mecanismo técnico, neutro, formal. Hay que poner mucha
atención a la cuestión de las normas, de la coproducción de normas, de la
discusión y modificación constante de las normas que garantizan la
participación de cualquiera.
MULTIPLICAR
LOS ESPACIOS DE DECISIÓN
Un segundo punto: para
nosotros, ha sido muy importante la figura de Jean Oury, que conocimos personalmente y
admiramos muchísimo. Jean Oury trabajó junto a Félix Guattari en la clínica de
La Borde e impulsó con él la psicoterapia institucional. Lo que aprendimos de
él, también a través de esos encuentros personales, fue algo muy vinculado con
la política, y por política no me refiero a los mecanismos de competición entre
partidos por la toma del poder, sino a un sentido más profundo. Lo que
aprendimos con Oury quiero relacionarlo con algo que vimos y vivimos en la
ciudad de Nápoles, en un centro social llamada El Asilo.
Un antiguo palazzo del siglo XVII ocupado por jóvenes hace dos
años, personas de la esfera de la cultura, del mundo del teatro, la danza y el
cine.
Pues bien, ¿qué aprendimos
de Oury? Esto: no se trata de instalar en el centro de la toma de decisiones
una asamblea general soberana. Esa suele ser la tendencia, con muy buenas
intenciones habitualmente, pero la asamblea soberana no deja de ser una
instancia única, que puede reunirse con mayor o menor frecuencia, incluso todos
los días, pero que tiende al fetichismo de creer que podría solucionar todas
las dificultades de la toma de decisión.
Oury nos enseñó que no es
un buen modelo para hacer las cosas. Dentro de la psicoterapia institucional,
Oury creó el término de “Colectivo”, pero un Colectivo no tiene nada que ver
una asamblea soberana donde se reúne todo el mundo para votar decisiones
irrevocables e irreversibles. Se trata más bien de un espacio destinado
a acoger a las singularidades en sus diferencias. Este fue el problema y el
desafío que se planteó Oury. Junto a otros, como el psiquiatra catalán Francesc
Tosquelles, Oury trabajó durante la segunda guerra mundial tratando de abrir
espacios y entornos abiertos donde acoger a los enfermos mentales. Se lo
planteaban de manera muy práctica, tanteaban, hacían bricolaje, sin un esquema
formal previo de cómo hacer las cosas. Lo que aprendieron fue que el mejor
favor que se podía hacer a un colectivo era crear un espacio capaz de acoger un
máximo de diferenciación.
No se trataba de
homogeneizar, de ninguna manera. De hecho, Oury se ponía de los nervios cuando
se mencionaba la palabra “administración”. La administración es una máquina que
homogeneiza y nivela las diferencias. La institución sin embargo es algo
distinto, acoge las diferencias y las singularidades de cada uno. En la
administración se distribuyen lugares y funciones, hay una jerarquía para todas
las posiciones, un médico-jefe, etc. El trabajo práctico de Oury cuestionaba
todo esto en el ámbito concreto de la salud mental, trabajando con las
enfermeras, los médicos, los enfermos mentales incluso, creando varios tipos de
espacio, clubes, apartamentos terapéuticos, etc. Multiplicando los espacios de
diferenciación y cuestionando así la lógica jerárquica que distribuye lugares y
funciones.
Ciertamente, un común
urbano no sigue esta lógica de acoger a los enfermos mentales, pero lo
importante es atender a la siguiente reflexión general: cada vez que se
construye una institución se hace a partir de algo que ya existe. Para Oury, no
se trataba de crear nuevas instituciones, al lado o a parte de
las que había, sino de abrir espacios capaces de acoger las diferencias
(médicos, enfermeras, enfermos) en su singularidad. El acto instituyente no es
creación a partir de la nada, sino que siempre se da a partir de algo muy
concreto. Oury creó un concepto para nombrarlo: “lo subyacente”. Siempre hay
algo subyacente. Esto para nosotros es fundamental y nos lo enseñó Jean Oury de
forma muy concreta, no sólo abstracta o intelectual.
Entonces, se trata de
multiplicar los espacios de diferencia, los espacios de elaboración de
decisión. Me pregunto si se ha publicado en castellano un libro de Oury que se
llama La decisión. En este libro extraordinario, Oury muestra que
la decisión no es algo puntual. No tiene nada que ver con una o dos personas
reunidas que dicen en determinado momento “ya está decidido”. Nada que ver con
eso. Una decisión auténtica requiere de una preparación, de un proceso, no
exactamente de una deliberación formal, pero sí de algo que madura, se
incorpora y luego se traduce finalmente en decisión. Puede decirse que nadie
toma la decisión, sino que esta decisión se va dando, madurando, fuera de una
lógica formal. Se nos suele decir, desde la filosofía política occidental, que
una decisión tiene tres etapas: uno, deliberación; dos, toma de decisión; y
tercero, finalmente, ejecución. Esto para Oury no tiene ningún valor. Una
verdadera decisión tiene que madurar dentro de espacios múltiples, para que
todos puedan reconocerse en la decisión aunque no se haya tomado de manera
formal.
Concluyo ahora comentando,
en relación a esto, lo que me sorprendió en el espacio de El Asilo en Nápoles.
Podéis encontrar en su web un texto que se llama “Convenio de uso cívico urbano”, redactado
por los actores y por los usuarios que dan vida al espacio cotidianamente. En
ese texto, repasan las distintas asambleas, las múltiples asambleas donde se
toman las decisiones, justo en el modo que recomendaba Oury. Y así debe ser
desde mi punto de vista: no pensar una asamblea como instancia única de
decisión, no pensar en un espacio único donde se reúnen todas las personas y
deciden, sino multiplicar los espacios de decisión y los espacios de
diferenciación donde madura la decisión. En todos estos ámbitos se trata de aprender
a decidir. No planteando un lugar de decisión único y soberano, sino
aprendiendo a preparar una decisión a partir de lugares diferenciados. Una decisión
no soberana, no homogeneizante, sino a la vez común y múltiple.
LO
COMÚN: DEMOCRACIA RADICAL Y DERECHO DE USO
Christian Laval: ¿Qué es “lo común”?
Siempre vuelve la problemática del término, del concepto, de la noción. Voy a
explicar muy brevemente de qué se trata para nosotros. Lo común es para
nosotros un principio, el principio político de la construcción de institución.
Ese principio tiene dos dimensiones: por un lado, la democracia radical,
que encontramos un poco por todas partes dentro de las exigencias de democracia
participativa, incluyente, etc. Por otro lado, el derecho de uso que
prevalece sobre el derecho de propiedad, como encontramos por ejemplo en las
experiencias de los comunes urbanos. Democracia y derecho de uso son las dos
características principales de ese principio de lo común.
Como principio, lo común es
distinto de “los comunes”, los comunes particulares, que son instituciones de
participación que corresponden o remiten al principio general de lo común. Para
nosotros, lo común no es algo genérico o antropológico, no remite a la
condición humana como tal, al hecho de que usamos un lenguaje o de que vivamos
juntos, sino que se trata de un principio político. El único
vínculo con la antropología que nos interesa aquí sería la capacidad humana de
crear instituciones. Como decía el filósofo francés Gilles Deleuze en los años
50, “el animal tiene instintos y el ser humano hace instituciones”.
De alguna manera, hemos tirado de este hilo para hacer nuestra reflexión sobre
el vínculo entre lo común y la institución.
Cuando pensamos cómo se
crea o se fabrica la institución, aparece enseguida un obstáculo que es el
“fetichismo” o la maldición de la institución. ¿Cuál es esta maldición? Cuando
los seres humanos crean instituciones, cuando establecen o instalan realidades
institucionales, los sistema de reglas y estructuras acaban dominándolos,
imponiéndose a ellos. Esta in-transformabilidad de las
estructuras se legitima en nombre de los principios eternos de Dios, lo
Verdadero, lo Bueno, lo Bello, etc. Y entonces las instituciones tienden a
reproducirse, a perpetuarse. Se disponen dispositivos concretos que las
bloquean y eso impide la continuación de la Historia. Decía Marx que “los
hombres hacen su propia historia”, pero se podría pensar que es difícil hacerlo
en el marco de una institución. Nuestro enfoque sobre el carácter
revolucionario de las instituciones de lo común es distinto: vincular lo común
con la institución, pero pensando la institución necesariamente como
algo que se puede transformar, que se ha construido en la historia y que es
transformable.
¿Qué significa instituir?
Institución tiene una raíz indoeuropea: *sta, que significa algo que
está recto, de pie, firme. Instituir significa poner de pie, erigir. Es tanto
el acto de instituir como una cosa o algo instituido. Los romanos hablaban de instituir
la vida, a través de unos marcos como la familia, el idioma, la escuela. Es
cierto que en esa ambivalencia del sentido -acto de instituir y cosa
instituida- está la tragedia y la maldición de la institución. Es muy fácil de
interpretar, como lo han hecho las religiones y algunos filósofos, sociólogos o
psicoanalistas, que lo instituido “está” y se impone. Habría otras líneas
posibles, como la que viene de Marx y habla de “autoactividad instituyente” de
grupos humanos capaces de revolucionar las condiciones de vida, o como la
mirada de la pedagogía institucional y la psicoterapia institucional donde lo
instituyente prevalece sobre lo instituido. Son reflexiones y prácticas donde
se trata de poner en marcha dispositivos en los que lo instituido sea tan solo
un resultado del acto de instituir. Resultado, pues, de un deseo vivo.
¿Cómo se crean y sostienen
estas formas institucionales donde la praxis instituyente está en el corazón
mismo de la institución? Para nosotros es muy importante en nuestros libros no
dar ninguna instrucción a nivel político de cómo se debe hacer esto. Lo que
entendemos es que puede hacerse, que puede haber gobiernos cuya actividad se
remita al principio de lo común, o gobiernos que apoyen y sostengan este deseo
de lo común mediante la ayuda que puedan proporcionar a quienes pongan en
marcha procesos institucionales donde prevalezca precisamente la autoactividad.
Ayudar a desarrollar la capacidad de actuar en común: esto es lo que puede
esperarse de las instituciones que apoyan lo común (como los gobiernos
municipales ahora en España por ejemplo).
EL
TIEMPO Y EL APRENDIZAJE DE LOS COMUNES
Manuel: Yo quería dar mi opinión
sobre algo de lo que hemos escuchado. Creo que el común tiene que ver con la
unión de muchas subjetividades, con la creación de espacios de subjetivación
como se ha dicho. Y me parece que la dimensión temporal de
estos espacios es muy importante. Ninguno de los cambios en las dinámicas para
construir un modelo diferente de participación o de común urbano puede hacerse
de hoy para mañana. No podemos decidir hacer un común urbano en este solar o en
aquel espacio como si se tratase de un diseño, con sus instrucciones y tal.
Requiere un proceso temporal. Creo que esto tiene mucho que ver con lo que
habéis dicho: crear instituciones que en su propio ADN tengan la capacidad de
evolucionar y no “institucionalizarse”, digamos.
Antes he hablado de
“lógicas pedagógicas”, pero quizá no me he explicado bien. No soy académico ni
nada, pero mi idea de pedagogía no tiene que ver con la transmisión, sino con
construir espacios de aprendizaje. Un poco a la Vygostki:
espacios abiertos de aprendizaje, entornos de desarrollo próximo, lugares donde
no sabemos hacer las cosas, pero somos capaces de aprender a hacerlo con ayuda.
Creo que esa herramienta resuena con lo dicho sobre los espacios de subjetivación
y con ser conscientes de que lo que hagamos, en la Cebada o en cualquier otro
sitio, no tiene por qué saber hacerse hoy, sino que tiene que ser un lugar
donde se puede aprender a hacer. Pero esto no se puede dejar al libre albedrío.
Debe haber diseños, no de cómo hacer las cosas, sino de cómo aprender en común
a hacer las cosas, de cómo decidir en común. El otro día un amigo cartógrafo me
decía: ya no hacemos mapas, sino que nos dedicamos a construir mecanismos en
Internet para que la gente haga sus propios mapas. Y con los arquitectos hoy en
día pasa un poco lo mismo: ya no diseñamos espacios públicos, sino que
diseñamos mecanismos para que sea la gente quien los construya.
Dardot: La alternativa entre libre
albedrío y metodología está mal planteada. Pensando en el libre albedrío,
imaginamos un sujeto libre y aislado que hace lo que le da la gana. Esto nos
lleva directamente al fracaso. Pensando en metodologías, imaginamos que existe
un código de normas formales que podría aplicarse situación por situación. Pero
no hay una metodología para poner en marcha un común, no existe una metodología
que pueda aplicarse en cualquier situación. Lo que requiere cada situación es
liberar la posibilidad de una decisión y eso es cuestión de tiempo. Lo primero
es darse tiempo, no tomar tiempo, sino liberar y darse tiempo. Para
posibilitar el trabajo de maduración que exige un proceso de decisión
colectiva. El ser humano se desenvuelve dentro de condiciones que le son
impuestas, pero mediante la acción puede transformar esas condiciones y a sí
mismo. Pero no en un solo día. Estamos de acuerdo.
Laval: Sería contradictorio
pensar que hay “un manual del común”. Lo que nosotros decimos es más bien que a
partir de las prácticas de lo común se puede extraer un saber o, mejor dicho, saberes.
¿Qué tipo de instituciones pueden permitir la aparición de estos saberes sobre
los comunes? ¿Qué tipo de instituciones permitirían reproducir o transmitir
estos saberes? En Italia, en Francia y en otros países, lo que se está
desarrollando son modalidades federativas de comunicar y coordinar
distintas prácticas alternativas de lo común. Pienso por ejemplo en las
coordinaciones concretas entre pueblos o colectividades. Y en los “festivales
de los comunes” que se celebran desde hace meses en torno a varios temas. Yo
fui a un encuentro de este tipo en Lyon hace algún tiempo y estuve allí una
semana, participando en algo que llamaron el tiempo de los comunes.
Allí se reflexionaba sobre la ciudad y sobre las diferentes prácticas de los
comunes urbanos: vecinos, viviendas cooperativas, arquitectos, urbanistas, etc.
Esta es la manera de comunicar y extender las prácticas de lo común: procurar
que haya tiempos, momentos y lugares donde se planteen todas las cuestiones y
los problemas que se dan en las prácticas alternativas de lo común. No hay
manual, hay encuentros entre los implicados en lo común. Como este mismo.
Fuente: Revista Alexia