Teoría del grito // Diego Sztulwark
Grita, pero grita
justamente detrás de la cortina, no solamente como alguien que no puede ya ser
visto, sino como alguien que no ve, que no tiene otra función que la de hacer
visibles esas fuerzas de lo invisible que lo hacen gritar aquellas potencias
del porvenir.
Hay
una diferencia sutil pero decisiva entre ver (ver lo que hay que ver) y hacer
visible las fuerzas invisibles que nos modifican. En la Cultura de lo Banal,
fundada en un deseo de orden que sólo se legitima a través de la postulación
del orden mismo y que sólo se interesa por lo evidente mismo –infectándolo todo
de imágenes inexpresivas y por tanto tóxicas–, no hay acceso a esas fuerzas. Su
lógica es la compatibilización de todo lo que ocurre, sin censuras, dentro de
las coordenadas de la normalización.
Lo
tóxico, esa inexpresividad, es la esencia misma de la Cultura de lo Normal.
Pura sensibilidad insensibilizada. Separación, desconexión, ignorancia del
mundo de las fuerzas. Todo intento por preguntar o argumentar, por actuar o
resistir dentro de la Cultura, se sumerge de inmediato en una redundante
impotencia. El dato no es nuevo, pero ahora se ofrece desnudo. Sin forzar la
crisis –ruptura o fuga– no nos es posible siquiera comprender lo que pasa. De
tanta apelación al orden: ¿dónde encontraremos, sino en la crisis, una verdad?
Si
lo político admite ser leído en términos de fuerzas, como ocurre por ejemplo en
el paradigma de la guerra, la Cultura del orden –el triunfo postideológico de
los dispositivos de gobierno de un capitalismo re-estructurado–puede ser
entendida como la victoria de las fuerzas políticas que con menos distorsión
expresan el orden material neoliberal dentro y fuera del país. Una breve
historia del ciclo político que culmina en la instalación de la Cultura de la
Normalidad puede construirse en tres secuencias: primero, el estallido de las
subjetividades de la crisis (en torno al 2001); luego, el kirchnerismo como
normalización vía “inclusión social”; 2013-2015: finalmente, la Voluntad de
orden hecha Cultura inapelable. Leído desde hoy, la clave de inteligibilidad de
ese proceso es la proliferación de una reacción contra todo lo que recuerde a
la crisis y el incubamiento de un deseo de orden y normalidad progresivamente
desparramado en casi todo el conjunto del sistema político, económico y social.
El
macrismo parece entender cómo canalizar y darle forma cultural (y un diseño
institucional) a estas fuerzas presentes y dominantes desde hace años
-¿desde siempre?- en nuestra sociedad. Lo extremo de esta normopatía se revela
en el actual clima de revanchismo antikirchnerista que parece ignorar por
completo la eficacia con la cual las políticas de inclusión social sobre fondo
de precariedad lograron una primera fase de normalización del país
negativizando las subjetividades de la crisis. Esas subjetividades que hoy son
inútilmente evocadas y convocadas a la resistencia (y cuya fuerza hoy se añora
de manera abstracta) permanecieron ligadas al kirchnerismo de modo subordinado
y a la larga de un modo casi fantasmal. Pero para la paranoia de la Cultura
Oficial alcanza esa marca, ese remanente casi exclusivamente emotivo de
la crisis, para encender las alarmas de peligro y declarar la guerra santa
restauradora.
Todo
este proceso termina en la más alta frustración: no sólo se refuta a quienes
creían que la política es de por sí el camino de la transformación –la política
separada de la subjetividades de la crisis no puede ser otra cosa que un
operador de la Cultura de la Normalización– sino que además, esto es lo más
pesado, se nos convierte a todos en espectadores estáticos, sujetos obligados a
“ver” lo que pasa, y a expresar nuestras perplejidades (patologías de la hiperexpresión).
Ojos
ciegos bien abiertos, ver sin ver o sólo ver en “lo que pasa” la punta que
podría permitirnos dar con eso que
vuelve pensable las fuerzas que sobre nosotros actúan sin que podamos aún afrontarlas.
Remontarnos de la sensación a las fuerzas que la producen. Operar la torsión de
lo sensible a lo que lo causa: eso es el grito.
No el grito como estado de ánimo, o expresión de nuestro desencanto: eso no
interesa a nadie. El grito –no gritar “por”, sino “contra”–es la detección de
esas fuerzas invisibles, aquello que nos pasa cuando advertimos que estamos
presos, capturados por ellas. El grito conjuga el horror y la vitalidad de lo
que fluye sustituyendo la violencia-espectáculo por la violencia-sensación.
Sólo de ese contacto con las fuerzas vale la pena esperar potencialidad. En el
grito, nos enseña Gilles Deleuze en un asombroso libro sobre pintura, surge “el
acoplamiento de fuerzas, la fuerza sensible del grito y la fuerza sensible del
hacer gritar”. El grito es una declaración de “fe” en la vida, dice el pintor
Francis Bacon.
El
grito como medio para recuperar la distancia que necesitamos de aquellas
premisas afectivas que fijan nuestros pensamientos en la ineficacia. Toda idea,
toda acción que pueda insertarse en la Cultura sin producir sus propios modos
de gestión-gestación, sin apuntar –aunque sea en la intención–, a herir su
régimen sensible está ya derrotada. Es lo propio de todo proceso de
normalización. Pero esa constatación realista y necesaria aún debe afrontar
algo más radical: la necesidad de partir del grito.
¿Es
posible suponer que la crisis haría emerger subjetividades como las que se
expresaron en el 2001, como si la mutación territorial de los últimos años no
hubiera acontecido, dando lugar a nuevas formas de soberanía que de hecho que
pueblan los nuevos barrios? No es seguro que ante la inminencia de la crisis
vuelva a dominar la organización comunitaria fundada en la lucha por la
dignidad, de fuertes rasgos horizontales y autónomos, que conocimos a través de
experiencias como los movimientos piqueteros, los clubes del trueque, los
escraches, las fábricas recuperadas.
¿No
es suficientemente preocupante que el kirchnerismo (“normalizador” por lo que
de ordenancista hubo siempre en la sustitución de la lucha por la dignidad de
las subjetividades de la crisis por una promesa de inclusión en términos de
mediación financiera y ampliación de modos tradicionales de consumo), que no
parece capaz de mantener por sí mismo la capacidad movilizadora demostrada
durante sus últimos años en el gobierno, no pueda limitar la ofensiva
conservadora, si quiera a nivel de defensa de puestos de trabajo? El propio
peronismo, aún estallado y todo, toma parte activa en esta primera fase de la
gubernamentalidad macrista. No se verifica, en lo visto en estos meses, que los
años de construcción política desde arriba hayan dejado en pié un movimiento
sólido y dinámico para responder los golpes recibidos.
¿Es
posible, acaso, apostar a que la izquierda militante tal y como hoy existe –me
refiero a la no peronista–esté en condiciones efectivas de heredar lo popular
del peronismo, de suscitar una nueva rebeldía afectivo política de masa?
Así
como la matanza de Maxi Kosteky y Darío Santillán en junio de 2002 señala un
momento de repliegue político de las subjetividades de la crisis,los años
2008-9 y 2012 iluminan los límites del proyecto llamado de “inclusión social”:
la derrota por la resolución 125 mostró la fuerza de alineación social con la
renta agraria y tecnológica. Hasta cierto punto la pelea por reformas de la
justicia y la estructura de medios siguió un derrotero similar. La segunda
muestra hasta qué punto la disputa por el control de la divisa -el control de
cambio- vivido como un ataque a la libre disponibilidad de esa misma renta
actualizaba la implantación de la cultura neoliberal.
Lo
demás quedó en manos de Jorge Lanata y de la estrategia mediática de encubrir
esta disputa en términos de moral anti-corrupción. O de Duran Barba, y sus
mediciones cuantitativas, que le permitieron entrever la posibilidad de
una gobernabilidad sin protagonismo estelar peronista. O de Alejandro
Rozitchner como gurú que coherentiza equipos y conceptos en base a paradigmas
procedentes directamente de las estructuras de sensibilidad del
tecnocapitalismo. Y Massa quebrando el peronismo.
No
se trata de denunciar, en definitiva, lo visible del régimen de la normalidad
–porque lo visible es lo de por sí evidente- sino de enfrentar a fondo el deseo
que lo mueve; de gritar al advertirla presencia de esas
fuerzas de orden en nosotros mismos, de gritar en su contra. Puede
resultar frustrante admitir la soledad a la que ese grito puede conducirnos en
lo inmediato. Esa conciencia de fragilidad, sin embargo, en la medida que
acompaña un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con estas fuerzas esboza posibles
diferentes –grieta, fuga, crisis–de aquellos que surgen dentro de la Cultura,
donde toda violencia sensible es desviada y traducida de inmediato como
fuerza-Espectáculo: “la lucha con la sombra es la única lucha real”.