El Estado y los tambores de guerra que resuenan en Occidente
Santiago López Petit
Catorce años después del
atentado del 11S en Nueva York, el Estado-guerra, que parecía estar en un
segundo plano, ha sido nuevamente activado. Marx afirmaba en su libro El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte que la
historia se repite, la primera vez como tragedia, pero la segunda como una
lamentable farsa. F. Hollande ha reaccionado imitando en todo
momento a G. Bush: ha definido los ataques terroristas como "un
acto de guerra", ha cantado el himno nacional y a continuación ha
emprendido una guerra lejana para castigar a los supuestos responsables,
finalmente ha reforzado la seguridad interna mediante un estado de emergencia
apoyado en una reforma de la constitución. Contemplar la estrategia del
presidente francés produce ciertamente la extraña sensación de algo ya
conocido. Por supuesto hay diferencias. Al Qaeda es ahora el Isis, Afganistán
ha sido sustituido por Siria. Ocurre, sin embargo, que la 'reaparición' del
Estado-guerra puede convertir la farsa en más trágica que la propia tragedia.
Desde Hobbes sabemos que
el Estado es una convención por la cual renunciamos a la autodeterminación a
cambio de seguridad. Aceptamos esta obligación a la sumisión por
miedo a la muerte y por deseo de tranquilidad, ya que racionalmente
consideramos la Vida como bien supremo. Por eso el miedo está en la base del
pacto sobre el cual se construye la soberanía. Hay que aclarar, sin embargo,
que no se trata del miedo ineficaz y arbitrario consecuencia de un conflicto
permanente, sino de un miedo eficaz causado por la pena impuesta por el
soberano. De aquí que la soberanía deba ser necesariamente absoluta, lo que
significa que el poder siempre es Uno y que, en última instancia, consiste en
poder matar. Evidentemente, esta concepción de la soberanía ha tenido que ser
históricamente matizada puesto que conducía al poder a un callejón sin salida.
El Derecho, la división de los poderes, la participación democrática, la
articulación espacial, son diferentes maneras de asentarlo. La desabsolutización
del Estado ha sido, a pesar de todo, muy relativa.
Los hombres, por miedo a
la muerte, se refugian bajo la tutela del Estado ¿pero qué pasa cuando ese
Estado se muestra incapaz de proteger a sus súbditos como sucedió el 11 de
septiembre del 2001, o como ahora recientemente en París? Pues que el Estado
aparece como un artificio incapaz y débil frente a lo imprevisible, como un rey
desnudo aunque trate de vestirse con los armamentos más sofisticados.Los atentados son un fracaso del Estado, de todos los Estados.
La dimensión absoluta
del acontecimiento 11S del 2001, el ataque al corazón del Imperio, nos dejaba
ante una radical desfundamentación del orden. Desfundamentación del orden
porque su fundamento, el poder, era simplemente nada. Los atentados de París, y
los que por desgracia puedan seguirles, implican más bien una erosión continua
del orden. Con todo la reacción ha sido, como decíamos al principio, la misma. Hollande-Bush, erigido en el gran gendarme de la patria, ha puesto
en marcha el Estado-guerra para librarnos del miedo al miedo.
Ha tenido lugar una inversión tanto de Hobbes como de Clausewitz. Contra
Hobbes: el Estado-guerra no nace para poner fin a la guerra sino para
desplegarla. Contra Clausewitz: la guerra no es la prolongación de la política
mediante otros medios, sino que la política misma es guerra.
La "guerra contra
el terrorismo" se presenta, pues, como una fuga hacia adelante en nuestro
nombre y para salvarnos. Esta reacción antinihilista –contra el nihilismo
fundamentalista– carga obligatoriamente con un cúmulo de contradicciones y
efectos que conllevan aún más debilidad. No se trata sólo de que el
Estado-guerra tenga que paralizar el metro o cerrar las escuelas como estos
días en Bruselas, lo que contribuye a extender aún más el pánico y a reconocer
un enemigo interior. Se trata de que en su propia esencia es incapaz de hallar
una salida a la marcha hacia adelante que nos impone. El Estado-guerra declara la guerra en nombre de la paz, mata en
nombre de la Vida, y desconoce que su origen es una derrota
infligida, pero que sabe utilizar muy bien.
Sólo la teología puede
permitirle justificar su autoconstitución. Por eso el Estado-guerra da un paso
atrás en la historia, y se reteologiza. Es el Uno. Ahora ya puede construir su
enemigo y escoger a su pueblo. El enemigo es el Mal. La guerra contra el
terrorismo será la "lucha del Bien contra el Mal" como después del
11S afirmó Bush. La efectividad de este relato –"Occidente es atacado por
la fuerzas del Mal"–, compartido actualmente por la mayoría de los jefes
de Estado, es enorme. Consigue que la legalidad y la legitimidad se unifiquen;
implica un proceso de indiferenciación que confunde el Otro, cada vez más, con
el enemigo; culmina en un nuevo contrato social que
establece la igualdad –paradójica– entre seguridad y libertad. Hacer
frente al terrorismo, en definitiva, crea un pueblo unido por el miedo, un
pueblo de 'futuras' víctimas que se acurruca bajo la protección del poder.
Separarse de esta unidad política supone quedar estigmatizado. Mediante esta
despolitización generalizada, gobernar se simplifica a corto plazo, aunque la
sociedad del miedo no sea precisamente la que más conviene a una sociedad
moderna basada en la interconexión de flujos. En el periódico español más
importante, un conocido escritor nos advertía recientemente: "El hecho es
que, como dijo la semana pasada el jefe del servicio interno de inteligencia de
Alemania, nos enfrentamos a 'una guerra terrorista mundial'. Hay que tomar partido. No es hora de seguir bañándose en las aguas
tibias del buenismo".
De acuerdo, tomemos
partido, y salgamos entonces de la dualidad engañosa guerra/paz,
militarismo/pacifismo. Tomar partido es preguntarse aquí y ahora: ¿cuál es tu
guerra?, la pregunta que estuvo en el arranque del movimiento contra la
invasión de Irak desarrollado durante el año 2003 en Barcelona. Responder a
¿cuál es tu guerra? implica posicionarse contra el Estado-guerra, que no es
simplemente un estado de excepción permanente, sino una verdadera máquina de simplificación y de muerte hacia adentro –sobre
sus propios ciudadanos– y hacia afuera –sobre otros países–. En el año 2003
encabezaba el capítulo de un libro mío con esta cita que creía explicativa:
“Unos cuantos hemos montado una fiesta fastuosa en una hermosa y lujosa casa.
Fuera, una multitud harapienta nos observa a través de las ventanas. Algunos
intentan entrar a la fuerza, otros se sienten tan agraviados que se matan
lanzándose contra los cristales.” I. Rogovky –Presidente del Instituto para el
Desarrollo Organizacional de Israel– La Vanguardia, 20 de
Noviembre del 2001. Ahora me doy cuenta de su total insuficiencia. Durante
estos años hemos visto al Estado-guerra, en tanto que alianza contra el
terrorismo formada por los principales Estados occidentales, dedicarse a
destruir directa o indirectamente a todos aquellos Estados –Irak, Afganistán,
Libia, Siria... y si pudieran Irán y Rusia– que suponían un freno a su
geopolítica de dominación, y de consiguiente expropiación de los recursos
naturales. Hemos conocido los documentos de Wikileaks
referentes a Irak y Siria. Hemos visto como se financian y utilizan
los grupos armados procedentes de la desarticulación de los ejércitos
pertenecientes a países previamente destruidos. Francia, desde el año 2012 es
el segundo país, después de Arabia Saudí, que más armas les ha vendido. En el
fondo, sabemos muy poco de lo realmente sucede.
Pero lo que vemos, y ya
sabemos, no deja lugar a dudas. El futuro que nos espera son más guerras y más
atentados. El precio de la protección es la muerte –incluso de aquellos a los
que se se pretende proteger–. Este es el círculo infernal en
el que estamos encerrados. Mero reflejo de un capitalismo desbocado
y, a la vez, magnífica forma de control político de las poblaciones. El
Estado-guerra no es más que un dispositivo capitalista de producción de orden
mediante la gestión del caos que él mismo crea. La figura del terrorista es un
simple constructo político útil. El mayor éxito del Estado-guerra consiste en
haber convertido la muerte en inminente e inmanente a la propia realidad. Por
eso aceptamos la sociedad del miedo. Sin embargo, este mismo éxito puede
constituir también su gran fracaso. La muerte que causa el terrorismo siempre
será vivida como gratuita y absurda. Al localizarse en un tiempo y en un
espacio, aumenta si cabe su carácter inexplicable. Lo inexplicable hace
enloquecer, y abre un vacío existencial. Surgen entonces las preguntas que la vida cotidiana escamotea: ¿por qué aguanto
este trabajo de mierda si puedo morir cualquier día? ¿Qué es la
vida para mí? ¿Cuánto tiempo hace que no pienso de verdad? Estas preguntas y
muchas más cuestionan el Estado-guerra, si bien apuntan mucho más lejos ya que,
en última instancia, remiten a una interioridad común. A una fuerza de dolor
que el poder quiere conformar como opinión pública, es decir, como un conjunto
manipulable de vidas amenazadas e hipotecadas.
La bifurcación ante la
que estamos es clara: politización de la existencia o
servidumbre voluntaria. No hay más. La subversión del Estado-guerra
consiste en luchar porque la guerra no sea capturada –y puesta al servicio del
Estado–. Somos nosotros quienes tenemos que decidir cuál es nuestra guerra
–contra qué luchamos– y cómo nos oponemos.