El Estado y el Jardín
Horacio González
El reproche que le dirigía Marx a
la Comuna de París era que a tantas pasiones, a tanta movilización, a tanto
fervor en las calles, no se le ocurriera siquiera tocar los más mínimos
intereses de la Banca Rothschild, que siguió funcionando normalmente. Tanta
barricada y ningún acto expropiador. ¿Entonces, qué había que retener,
obstruir, embargar? No, no era simplemente un banco, sino lo que podríamos
llamar el secreto de una época. Es el dilema de todos los movimientos
populares, a los que a la hora de calificar su producción suele acudirse a la
palabra o la admonición de “vacilantes”. A la Comuna de París, con su
estridente nombre, no se la podría nombrar como populista. Se componía de
proudhonianos o de jacobinos: los primeros, hijos de la utopía de la
organización federativa de la producción fabril; los segundos, del Estado
activista haciendo de Damocles, el arte de la convivencia de una épica social
con el peligro permanente de ser decapitado. El kirchnerismo fue muy lejos y
también se quedaba muy cerca. Constriñó, amonestó, pero fue menos amenazador
que amenazado. Fuerte en simbologías y punzante en el filo de su lengua, no
podía pasar los umbrales de la “Banca Rothschild”. Se había declarado dentro de
los márgenes del capitalismo pero extraía de su vocabulario principal
acepciones antimonopolistas, anticorporativas y, por lo tanto, democrático
republicanas. Hijo sesgado del peronismo, sabía desplegar cánticos promesantes
y utópicos, y mantener la prudencia que requiere toda época (que es una madeja
de poderes que, no por invisibles, son renuentes a la comprensión crítica).
Todo aquel que dijo una y mil veces “combatiendo al capital” sabe bien de qué
se trata ese descompás entre el cántico y la realidad, que quizá sea el arte y
el oficio mismo de la política. Esa forma casi inevitable pero también
imperceptible en que se expresa un deseo (una “simbolización”) y el refinado
acto de conocer los límites y poderes que le opone el momento histórico por el
cual atraviesa.
Conducido o
guiado el nuevo momento inaugurado en 2003 por dos políticos cuyo cuño había
que buscar en una de las grandes tradiciones políticas del país moderno –el
peronismo– no había que dejar de notar el modo en que ellos se habían
reinventado. Lo que fue acusado (acusación precaria, ciertamente) de relato era
un acontecer necesario en esa delicado altercado de tradiciones y convocatorias
frente al abismo. “Frente” y no “al”. Por eso, las cambiantes relaciones con el
Grupo Clarín bien traducen por su reverso el carácter del saliente gobierno. Un
gobierno que podía visualizar perfectamente cómo se ejercen los grandes
dominios de época, encarnados en los magnos bancos de datos e “islas de
montaje” (de los que se desprenden tanto periódicos como finanzas, formas del
sujeto como nuevos modismos del habla, redes informáticas y “personas”
intercanjeables), y no podía dejar de decidir diversos tonos y modulaciones
para una confrontación que tuvo momentos que de buena gana llamaríamos
balzacianos.
Eran escenas
de grandioso folletín, que cruzaban de lado a lado el teatro de simulacros que
nos incluía. Eran “imágenes del mundo”, no las que así definió un gran filósofo
del siglo XX, sino apenas las que emergen de grandes aparatos de representación
que, como etéreas gigantomaquias, nos proponen juicios valorativos que
trastornaban toda mediación real, toda trama de acontecimientos que tienen
rupturas y conflictos, propios del carácter complejo de toda historia.
Parecíamos todos flotar en un líquido que nos colocaba siempre cuerpo a cuerpo,
llamándonos por nuestro nombre de pila, omitiendo las obvias interposiciones de
carácter cultural, científico o político que solo pueden detectarse con un
pensamiento situacional. Pensamiento, éste, amigo de las incesantes
intercalaciones de lo simbólico, lo real y lo imaginario, cualquiera sea las
acepciones que les demos a estos tres conocidos términos. De las escenas que
recuerde, una con matices picarescos pero de hondo dramatismo, ocurrió en la
reunión de accionistas del Grupo Clarín, donde el gobierno participó a través
de Guillermo Moreno, por poseer un conjunto de acciones que provenían de la
incorporación al fisco de los fondos de pensión. Todo estaba visualizado, una
trastienda salía a luz, permitiendo observar en forma directa una de las formas
de la lucha por el poder.
Este
develamiento escénico no fue “castigado” por la contraparte con una vuelta al
secreto de los misteriosos aposentos del poder, sino con otros rasgos
folletinescos, basados en una supuesta “percepción total” de todo lo que
ocurría. Pero que ahora se ejercía con poderosos instrumentos de narratividad,
los mismos que se le atribuían al gobierno, y que este practicaba, pero más
ingenuamente. Se trataba de vastos programas televisivos, de gran truculencia,
donde por ejemplo el poderosísimo concepto de “corrupción” no era visto en el
sigilo de pasillos mal iluminados (como en el llamado policial negro) sino “representado”
por actores con valijas repletas de dólares que salían directamente de las
manos del presidente, e iban a cofres de utilería construidos en el “set”,
valijas que de tan engordadas dejaban caer billetes a su paso, como si las
acarreara el mismo Tío Patilludo. Así, todo lo que como respuesta se incluía
luego en el “otro día de grandes notis” no alcanzaba para aminorar el efecto
que producía este “evento recreado”, joya de supremo relato del “theatrum
mundi” de la televisión abierta, de ningún modo una “paleo-televisión”, como
deseó menospreciarla Eliseo Verón ante la cruda evidencia de esos usos
vicarios. De allí salió el concepto de “grieta”, que bien mirado es de carácter
teológico, y recaía infaliblemente en una imputación al Mal. ¿Por qué no tendría
éxito? ¡Incluso académico!
Era el fin
de las mediaciones, el Estado en el Jardín Botánico, con su arquitectura no
recubierta por el texto de Hobbes, sino por el tibio follaje del paisajista
Thays o del gran jardinero darwinista Hycken, pero actuando como si fuera una
bellota inocente en medio de la transparencia apetecible de un fantasioso
invernadero. Allí, la nueva canciller prometería una política “desideolgizada”.
Entendimos: se trataba de intereses puros, que ahora sustituirían los
“símbolos” que se habían desparramado democráticamente sacando un retrato
dictatorial o haciendo girar juguetonamente el bastón de mando un día de
asunción, el mismo bastón del tallador plateresco Pallarols, por el que el
nuevo presidente no se muestra tan renuente, pues como siempre lo fue desde
cuando saltaba sobre baches en el pavimento también sabe no solo lo que son los
símbolos, sino que ha ganado gracias a ellos. Gracias a no “desideologizar”
nada, sino a ideologizarlo todo, pero sin declarar. Ideologizados más que nunca
(pues el kirchnerismo expuso su ideología, deseó satélites y se resignó a que
convivieran con campos de soja) los miembros del nuevo gobierno han aprendido a
mostrar pero, en el mismo acto, a encubrir.
Por eso, los
balances visuales deben ser ahora más novedosos, pues no admiten el típico
gesto de las izquierdas anteriores, el “desenmascaramiento”. Deberemos hacerlos
con otros nombres, lo que es indispensable para reponer las fuerzas populares
en juego, desde luego que después de cerrado el desenfadado “libro de pases” al
que estamos asistiendo. Hay también que saber mirar la doble ilusión creada por
las derechas que ya no se llaman de este modo a sí mismas: el jardinero en el
Estado y el Estado podando rosas. Por lo demás, en un período donde se mezclan
las facticidades puras con los símbolos más diáfanos, y en un momento donde la
sigla AFA revela modos de las luchas entre poderes “reales” pero también “el
secreto de época”, los tiempos no están siendo compañeros. Nicolás Casullo,
creo saberlo, llamaba época a lo perceptible de lo imperceptible. Tenemos, así,
que aguzar nuevas formas de percepción, nuevas ideas sobre este tiempo esquivo
con el que tendremos tan pocas correspondencias.