Talleres textiles: progreso clandestino
por Verónica Gago
Hace
una semana, la muerte de dos niños –Orlando y Roberto Camacho- en el incendio
del taller textil de la calle Páez, en el barrio de Flores, hizo que la
atención vuelva a posarse –como sucedió en 2006, frente a otro incendio en la
calle Luis Viale– sobre la economía textil y su componente fundamental: los
miles de trabajadores costureros que, según datos no oficiales, llegarían a 300
mil. Este número da la idea de que se trata de un sector, en los hechos, más
nutrido que la Unión
Obrera Metalúrgica. Pero la diferencia es radical: son
migrantes, no sindicalizados, y trabajadores más que precarios.
Los
medios de comunicación y las organizaciones argentinas concentradas en la
denuncia popularizaron la expresión “trabajo esclavo” para hablar de esa enorme
cantidad de hombres y mujeres. En su mayoría provenientes de Bolivia, producen
para una de las economías más rentables y expansivas de la última década: tanto
las grandes marcas nacionales y extranjeras como una red de ferias populares
forman parte de esa trama. Catalogados como esclavos, los migrantes quedan así
confinados a hacerse visibles sólo en momentos trágicos, bajo imágenes de un
sometimiento completo. Desde ese discurso, los talleres textiles son una suerte
de agujero negro donde se concentra una humanidad de otro tipo, a la que no
se termina de reconocer como tal sino bajo la idea de extranjeridad completa.
La
acumulación de imágenes durante estos días cincela así explicaciones del
horror: “talleres de la muerte”, “trata de personas”, “sumisión ancestral”.
Estas fórmulas circulan como clichés, como maneras rápidas de racializar y
simplificar una realidad mucho más compleja, abigarrada y multiforme. Una
realidad que, aunque se quiera lejos, termina en el cuerpo de cada uno, cuando
la tela de un jean, una remera, un polar o unas calzas (compradas en un
shopping del centro o en una saladita) nos roza la piel y, sin quererlo, nos
deja cerca de algún taller.
“En
Bajo Flores hacemos prendas y les ponemos etiquetas que dicen Made in India o
Made in Thailand. De ese modo nadie va a pensar que lo que compra está hecho
por bolivianos en Buenos Aires, en talleres clandestinos. Creen que viene del
lejano oriente”, cuenta sonriendo un costurero que improvisa una versión local
e invertida del orientalismo: construir una ajenidad exótica capaz de
concentrar todos los estigmas pero que pone una distancia enorme con la
confección hecha en locales de barrios porteños, adentro de las villas, y en
muchos partidos del conurbano.
La
tragedia de la semana pasada no está exenta de entrar en la maquinaria
electoral. No sería extraño que, tal como sucedió en 2006, se prepare un
allanamiento masivo de talleres como una nueva puesta en escena mediática en la
ciudad de Buenos Aires. Como ya se verificó hace casi una década, los talleres
no desaparecen: se trasladan más allá de la General Paz. Esta
vez, para intentar dar voz a los propios actores, se abrió un estado
asambleario de organizaciones sociales, de costureros y ex costureros,
sindicatos y vecinos que, reunidos en Flores, se proponen “sacar del gueto a la
economía popular y migrante”.
El cálculo migrante
“Mientras
se hacen explotar van construyendo su microempresa. La idea de que en estos
lugares está en juego una dinámica de esclavitud me parece totalmente equivocada”,
ha dicho la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui para enmarcar de otro
modo el debate en torno a los talleres textiles. Esta frase resume, como un
dardo, la perspectiva opuesta a aquella que, desde los medios y ciertas
tribunas argentinas (especialmente La Alameda ), se usa para codificar la dinámica
migrante ligada a la confección. Al insistir con la imagen de la pura víctima,
lo que se vuelve inaudible en los relatos de los migrantes (cuando son
enfatizados desde su costado de pasivización completa) es el tipo de cálculo
urbano que pone en marcha quien migra, que anuda una cierta relación entre
sacrificio y aspiración vital. Ésta es una racionalidad de progreso que
directamente queda secuestrada cuando se habla de esclavismo. El nomadismo de los
trabajadores migrantes, especialmente jóvenes, es un saber hacer que combina
tácticas cortoplacistas (“por un tiempito nomás”, como se escucha decir a
muchos recién llegados) vinculadas a objetivos concretos. En esa dinámica,
combinan trabajo asalariado a destajo, pequeños emprendimientos de contrabando,
tareas semi-rurales (quinteros/as), domésticas y comerciales autónomas y/o
ambulantes (ferias, reventas, etc.), con plazos y temporalidades ágiles.
Desde
esta perspectiva, el problema se desplaza: no se trata tanto de “concientizar”
a los bolivianos/as que, como diría un experto en ideología, saben lo que
hacen. Tampoco simplemente de “salvarlos”, como apuntan las organizaciones
dedicadas al rescate. La cuestión es profundizar sobre ese cálculo que organiza
el viaje, la inserción en el taller, el empuje de sus expectativas y cruzarlo
con las relaciones de explotación entre talleristas, trabajadores, marcas e
intermediarios que se entretejen con ese cálculo de progreso. Esto implica
también poner de relieve las condiciones imprevistas, las desilusiones, los
acuerdos incumplidos que arruinan ese plan inicial y obligan a los trabajadores
a recalcular su estrategia. Desde su perspectiva
puede abrirse un espacio de lucha y reclamo por las condiciones del sector, así
como por la condena a la explotación de la que se benefician las grandes
marcas. Al mismo tiempo, es desde este lugar que se podrán escuchar las voces
migrantes sin que la criminalización recaiga sobre los circuitos productivos
que abaratan y hacen posible la vida metropolitana para las clases populares.
El
Colectivo Simbiosis Cultural –de trabajadores y ex trabajadores costureros-
reconoce ese cálculo como fuente de movilización de expectativas y también como
lo que debe rehacerse frente a desilusiones y engaños a los que muchos se
enfrentan cuando llegan a la Argentina. Se trata de un cálculo doble,
argumentan. El primero se hace antes de migrar. El segundo cuando se constata
que las condiciones de trabajo son peores que las imaginadas. Aún así, lo que
se pone en juego es un diferencial
de explotación sostenido
en el desarraigo y en el tipo de reterritorialización comunitaria que se
intenta confinar entre las paredes del taller. Ese diferencial, además, es
triple: salarial, de estatuto legal pero, sobre todo, de riqueza comunitaria.
No se
trata de defender una economía etnizada (como pretenden muchos talleristas y
dirigentes que se dicen representantes de la colectividad y buscan resolver los
problemas “puertas adentro”, “entre paisanos”), sino de abrir y debatir el
taller como prototipo de modalidad laboral que se replica en
otros sectores (agrícola especialmente), e interpela las condiciones de muchos
trabajadores nacionales e incluso en blanco porque se enmarca en un tipo de
modalidad sumergida de la cual se beneficia una ciudad
cada vez más precaria y decidida a gestionar esa precariedad de modo racista y
securitista. Un modo que ya se practicó, por ejemplo, en los desalojos
violentos del Parque Indoamericano y que se vuelve a evocar ahora cuando
responsables del gobierno porteño endilgan la cuestión a un problema de
“fronteras abiertas”. La clave de la seguridad termina siendo el código común para
criminalizar y volver a invisibilizar, al mismo tiempo que se explota, a estas
economías sumergidas.
Un
segundo punto que complica la imagen de la esclavitud es el ascenso social que
buscan y por el que se empeñan muchos migrantes. La mayoría de los trabajadores
textiles aspira a convertirse en dueños. Independizarse del dueño del taller,
pero para abrir otro. Es una suerte de “evolución natural” para muchos
costureros: conocen su operativa desde adentro, tienen los contactos y
entienden la dinámica del trabajo. El taller se monta fácil. La maquinaria
requerida es barata y sencilla, lo cual facilita su eventual traslado: poner en
funcionamiento un taller necesita de una casa-local (negocio ya bien conocido y
aprovechado por las inmobiliarias de barrios como Flores, Liniers y Villa
Celina), unos bienes de capital no muy costosos y una conexión de electricidad.
Aun así, hablar de trabajo esclavo borra también la heterogeneidad organizativa
y de funcionamiento de los talleres que mixturan emprendimientos familiares de
diverso tipo con iniciativas de mediana escala y esquemas también distintos en
su interior.
Ubicar
la discusión en la explotación y no en la esclavitud, poniendo de relieve la
fuerza de trabajo (y sus ambivalencias y tensiones), nos previene de
considerarla una versión remozada de salvajes sumisos o incivilizados.
“Pareciera que fuera muy cruelmente colonialista, pero no es colonial esta
regla. En todo caso sería una relación de clase. Porque no se consideran
salvajes los explotados. Los consideran aprendices pero no salvajes. Por eso es
que la palabra esclavo, que siempre parte de una heteronomía cultural, es
equivocada. Aunque es cierto que el conocimiento adquirido en la explotación
colonial se vuelve un insumo para toda forma de explotación”, anota de nuevo
Rivera Cusicanqui. Sobre esa parte baja de la economía, se monta la explotación
de las grandes marcas.
Leninistas vs. Esclavos
Cuando
se habla de esclavos se borra todo deseo de ciudadanía de quienes vienen a
Argentina en busca de trabajo y, sobre todo, la racionalidad puesta en juego en
las trayectorias migrantes a través de su paciente “leninismo”, como lo
caracteriza la socióloga. “En ese sentido nuestros paisanos son bien
leninistas: hay que soñar pero a condición de realizar meticulosamente nuestra
fantasía. Tac, tac, tac: este año simplemente vivo, el próximo año me consigo
un cuarto y traigo a mi mujer, al otro ya me ahorro unos pesitos y a la vuelta
de diez años ya me estoy armando mi taller y ya estoy empezando a jalar a
otros”. Ese ciclo hoy parece todavía más veloz que hace unos años, empujado por
la mayor demanda de consumo popular. Unido a una suerte de paciencia
estratégica, la temporada en el taller resuelve el problema habitacional y
laboral frente al desconocimiento de la ciudad y de los derechos. Esto
garantiza, al menos por un tiempo ese diferencial
de explotación, central
en la organización misma de los talleres.
Así, la
clandestinidad se exhibe como una condición a la vez excepcional y
proliferante. El taller es a la vez taller-dormitorio y espacio “comunitario”,
de una intensidad laboral extendida en jornadas de más de doce horas, con
turnos rotativos, y que se combina con una apuesta migratoria de gran riesgo.
En esos pocos metros transcurre la vida completa de muchos recién llegados de
distintos lugares de Bolivia, en la medida que el taller soluciona en un mismo
tiempo-espacio la cuestión habitacional y laboral. Allí se cocina, se cría a
los niños, se duerme y se trabaja y, al principio, es el modo de protegerse de
una ciudad desconocida.
Estar
un tiempo nomás en el taller. Hacer contactos. Cambiar de oficio. Estudiar
odontología o administración de empresas. Hacer nuevas redes. Cantar hip hop.
Soñar con un matrimonio igualitario. Esas también son opciones que practican
muchos jóvenes migrantes que no se convierten en talleristas. Son trayectorias,
planes de vida, metas de progreso, líneas de fuga. La fuerza de trabajo
migrante se articula entre la microempresa y el auto-empleo, el trabajo de
pequeña escala y las relaciones salariales sustentadas en lazos de parentesco,
y combina el taller de tecnología poco desarrollada con la comercialización de
grandes marcas que incluso exportan sus productos con un dinamismo feriante
para consumo popular.
La
hipótesis, entonces, para entender el flujo de la fuerza laboral migrante es
comprenderla como una fuerza de decisión y voluntad de progreso que pone en
juego un “capital comunitario” con una fuerte inversión de sacrificio
individual. Se trata de un impulso vital que despliega un cálculo en el
que se entremezclan la racionalidad neoliberal (flexibilidad, precariedad e
informalidad extrema) con un repertorio de prácticas comunitarias (varios
talleristas han usufructuado, por ejemplo, comedores populares para alimentar a
sus trabajadores).
De este
modo, se pone en valor una articulación específicamente posmoderna de lo
comunitario: su capacidad de convertirse en atributo laboral, en cualificación
específica para la mano de obra migrante del altiplano en Buenos Aires y ser a
la vez repertorio de prácticas que mixturan vida y trabajo, lazos familiares y
comerciales, relaciones de confianza y de explotación. Esta mixtura desafía lo
excepcional al mismo tiempo que lo exacerba.
Los otros argumentos: culturalismo y moralización
Es
difícil despejar la selva de estereotipos. Básicamente porque está tupida de
argumentos culturalistas y moralistas. El arsenal culturalista se resume en un
fallo judicial polémico y emblemático: en 2008, el juez federal Norberto
Oyarbide sobreseyó a tres directivos de una empresa de indumentaria acusados
“de contratar talleres de costura donde se empleaban inmigrantes
indocumentados, en condiciones de máxima precarización laboral”. El magistrado
argumentó que ese modo de explotación funcionaba como herencia de “costumbres y
pautas culturales de los pueblos originarios del Altiplano boliviano, de donde
proviene la mayoría” de los talleristas y costureros, y que quienes convivían
en el taller eran “un grupo humano que convive como un ayllu o comunidad familiar extensa
originaria de aquella región, que funciona como una especie de cooperativa”.
De modo
que el ayllu era traducido como unidad productiva para el taller textil. Al
mismo tiempo, al encuadrarla como estructura ancestral-cultural, se la negaba
como forma de organización del trabajo y se la dejaba fuera del campo de
alcance del derecho. La paradoja queda expuesta: el fallo habla de tradiciones
ancestrales para situar en un lejano origen cultural lo que, aquí y ahora, funciona
como modalidad de explotación.
Esa
justificación culturalista, en nombre del reconocimiento de una tradición,
reivindica y ampara la excepcionalidad de las formas laborales del taller
textil justamente por no considerarlas laborales. Y unifica talleristas
empresarios y trabajadores bajo la fórmula de la “colectividad” boliviana, como
si se tratara de una totalidad homogénea. Si la lógica comunal fue creada por
fuera de los parámetros de la producción capitalista, es esta misma remisión al
origen lo que en la actualidad la exceptuaría de ser juzgada según la lógica de
la explotación. Al mismo tiempo que la incorpora completamente en la
tercerización de la industria textil como clave de su nueva estructura
flexible. Aquí se abre la maraña de las distintas agencias y responsabilidades
del Estado (a nivel de la ciudad y de la nación) por el diseño de un tipo de
intervención que tiene que apuntar al control de los empresarios y no a la
represión de los ilegalismos populares.
En
segundo lugar, la moralización puesta en marcha de manera conjunta entre
organizaciones de denuncia argentinas y eclesiales –ya con escala de agenda
global- unifica todos los itinerarios migrantes bajo la etiqueta de “trata de
personas”. Los migrantes sólo aparecen en tanto figuras sometidas,
infantilizadas y obligadas, incapaces de una racionalidad propia. La impronta
colonial de las organizaciones salvíficas organiza todo un discurso de rescate
y tutela que se siente “defraudado” cuando los supuestos salvados regresan al
taller textil o “defienden” a sus patrones o, más aun, cuando rechazan y/o
critican la misión de fundar cooperativas según la normativa de estas
organizaciones. Queda, de nuevo, inaudible la voz sobre la violencia de los
allanamientos y las variables formas de complicidad policial y judicial (no
sólo sobre los procedimientos, también es conocido que los uniformes de la Policía Metropolitana
se cosen en estos talleres) que se articulan en los negocios de la
tercerización. Y más aún: queda corrido el protagonismo de los trabajadores que
–aun si no es bajo formas gremiales clásicas–, son el sujeto social capaz de
dar otra dinámica a esta conflictividad.
¿Pueden hablar las y los costureros?
En
principio, cuando se habla de los talleres, clandestinidad se le llama a la
yuxtaposición de una serie de condiciones de trabajo de extrema precariedad que
mixturan, en un contexto de crecimiento de la economía (tanto formal como
informal), irregularidades desde la óptica de la regulación del trabajo formal,
contractual, con ilegalidades desde el punto jurídico estricto en situaciones
de fuerte indistinción entre condiciones de vida y de trabajo. Sin embargo, las
divisiones clásicas entre formal/informal o legal/ilegal ya no alcanzan. La
noción de clandestinidad expone una característica más general de las economías
sumergidas: una gestión de la mano de obra que excede los parámetros jurídicos
y que incluye esferas vitales al interior de un gobierno más amplio del cuerpo
y la subjetividad de quien trabaja.
Los
talleres textiles, por tanto, exhiben in
extremis ciertas
características que hoy atañen a las formas precarias de los dispositivos
contemporáneos de explotación que se sustentan cada vez más en el gobierno de
la vida antes que en la regulación de las modalidades del empleo. Y que, como
escribió alguna vez el vicepresidente actual de Bolivia, es un nuevo orden
empresarial el que subordina incluso a “las redes sanguíneas de las clases
subalternas”.
Sin
embargo, características de esas formas laborales ya están esparcidas en el
mercado de trabajo en general como formas concretas de precarización. El
trabajo rural en el interior del país pero también en las quintas del
conurbano, la precarización extrema de rubros de comercio y otras modalidades
de trabajo a domicilio, así como la condición más general de trabajo informal que atañe a casi la mitad de la
economía nacional hacen que ciertos rasgos del taller textil interpelen al
mundo del trabajo entendido en sentido amplio.
En la
tenacidad del migrante que, recién llegado, se encierra en un taller hay
también un cálculo que nadie quiere escuchar sobre la vida precaria. Como si
volviéramos a la pregunta que hizo la teórica hindú Gayatri Spivak sobre la potencia
de habla del subalterno, para advertir que los discursos usuales que aparecen
narrando estas economías son siempre de empresarios argentinos, funcionarios o
referentes de organizaciones nacionales. Lo mismo pasa, por ejemplo,
entre quienes asumen la representación –su voz política y mediática– de la
feria La Salada ,
lo que deja en la sombra a la mayoría de sus hacedores.
Aquí se
debate un conflicto central: superar la identificación racista del trabajo
argentino como trabajo digno, en tanto el trabajo migrante se vincula al mote
de “trabajo esclavo”. Para eso es necesario, como ya se ha hecho, conectar
estas economías, sacarlas del gueto y escuchar las voces que la protagonizan. Y
en todo caso ubicar el obstáculo en otro lado: ¿por qué no pueden hablar las y
los costureros? Ellxs son parte de una fuerza de trabajo que, “desde abajo”,
enfrente día a día los efectos desposesivos del neoliberalismo.
(Fuente: http://www.revistaanfibia.com)