Sobre “El Perro. Horacio Verbitsky, un animal político”, de Hernán López Echagüe
por Diego Sztulwark
¿Es el perro un “animal político”? Preguntar así, dando por sentado lo
que entendemos por “político”, equivale a someter a la entera raza canina al
rasero de la tradición griega. Pero, ¿guardan alguna relación los perros con la
justicia social? Platón lo hubiera negado: lo político, para él, le pertenecía
de modo exclusivo al bípedo implume. Y para Aristóteles, en el
mismo sentido, el zoon politikón era aquel capaz de palabra.
El perro (griego) está en otra parte. Es Diógenes, el cínico (“cínico”,
precisamente, procede de “can”: κυνικός); griego sin ser político. Como los
perros, el cínico exhibe sus genitales, mea en medio de una comilona, es manso
sólo cuando desea comida y luego ladra y muestra los dientes a los poderosos
del banquete. El cínico, resumimos, atraviesa lo político sin hacer él
mismo política. ¿Se considera, aunque sea de modo implícito, el juego de
parecidos entre Diógenes, el griego, y Horacio Verbitsky, el “perro”?
HV y el decurso de su vida son presentados como un gran tema, como
problema en sí mismo. Contrariamente a lo que se podría creer, sin embargo, “El
Perro. Horacio Verbitsky, un animal político”, de Hernán López Echagüe, no es
exactamente una biografía. La escritura fuerza un desplazamiento hacia el exterior
del género. Aunque se mencionan todos los nombres y acontecimientos que hacen
contornean la existencia pública de HV (Walsh; Montoneros; Noticias; ANCLA;
Timerman; el comodoro (R) Güiraldes; El Periodista; Página/12; La Tablada;
Menem; Scilingo; Kirchner; la Esma; Lanata; Milani; Bergoglio-Francisco y el
Cels), no se trata de una investigación sobre la vida y obra de HV (una entrada
en la coyuntura larga de por lo menos cuatro décadas). Esa investigación
seguirá, en buena medida, pendiente.
Lo que le interesa en este libro es otra cosa. Una pregunta que recorre
de modo inevitable la época, y en particular la coyuntura. Es la pregunta
por lo que es –y por lo que podría llegar a ser– hoy el periodismo. Lo que
angustia y lo que precisa ser elucidado es la sensación de bancarrota de una
práctica organizada en torno al hecho de contar las verdades, en especial
aquellas que incomodan a los poderes dominantes; un oficio que requiere de un
rigor ético singular, algo así como un coraje desarmado.
Indudablemente, Rodolfo Walsh es la vara con la que se mide esa ética,
ese coraje. Es a él a quien se quiere. Pero no al mito, sino al periodista. Lo
que obsesiona es la búsqueda de una escritura virtuosa y valiente, jugada,
capaz de una experiencia de lo político que no se reduce a unas premisas
ideológicas, sino que surge de una capacidad de ir a fondo y contra todo: se es
militante por intensificación inmanente del oficio y no porque se tenga un
vínculo con esa actividad específica que se llama “militancia”; como si ésta
fuera un atributo “exterior”, oficio de político o santificación moral. Walsh
es el que interesa, y por eso a Verbitsky no se lo hace quedar bien parado.
Walsh es el periodismo añorado, en él la investigación alcanza proporciones
ontológicas: cuando se investiga (cuando se interesa por un “caso”, cuando se
interroga, cuando evalúa discursos, cuando escribe) se ingresa en un proceso de
mutación vital. Está escrito en las primeras páginas de Operación
Masacre.
¿Cómo se hace un tema de un no tema? Nietzsche lo ha enseñado: dios ha
muerto, bien, okey, pero cómo murió. Acá es un poco lo mismo: el periodismo ha
muerto, de acuerdo, pero cómo ha ocurrido. Éste, y no HV –a quien se lo remata
de entrada presentándolo como un periodista de actitud oficinezca– es el meollo
no del todo explicitado del libro. La pregunta es: ¿cómo muere el periodismo
hoy? Y la respuesta (tampoco claramente formulada, pero no cuesta
encontrarla) es: muere cuando se convierte en una terminal, en una mera vía de
transmisión de una línea discursiva elaborada en otro lado, no importa si ese
otro lado es un poder político, un poder empresarial (“todas las fuentes”) o,
como hoy sucede, un mix de ambos.
Sobre esta agonía que inevitablemente invoca el nombre mítico de Walsh
se sobreimprime y palidece la vida mítica de Verbitsky. Pero ¿es HV un mito?
Pongámole que sí: ¿es un mito interesante? El mismo HV comenta al respecto: “Si
querés entender las raíces del mito, son estas: yo soy judío y soy montonero y
estoy en Human Right y viajo a los Estados Unidos. Han construido un personaje
mítico, ya no hay persona, soy un mito. Yo me río de eso”. Y tras esa risa está
el tipo que leemos domingo tras domingo desde hace treinta años, uno de los más
duraderos hábitos de la política argentina; el tipo que construyó un lugar de
enunciación, que alcanzó un lugar de visibilidad único, en el que muestra lo
que quiere mostrar casi sin ser visto.
Para el autor de “El Perro” se trata de su propio deseo de periodismo.
Para muchos de nosotros, en cambio, se trata de consumar la cuenta pendiente
del testimonio de HV: la necesidad de un balance por fin exhaustivo y
público –aunque sepamos de antemano que esa transparencia es
imposible– que ayude a evaluar desde una perspectiva libertaria los
últimos cuarenta años de historia del peronismo.