La bandera roja y la tricolor

por Alain Badiou
(Traducción: Pablo La Parra Pérez)



Trasfondo: la situación mundial

Hoy en día, el mundo en su totalidad está dominado por el signo del capitalismo global, sometido a la oligarquía internacional que lo regenta y sujeto a la abstracción monetaria como única figura reconocida de la universalidad. Vivimos un intervalo penoso: el que separa el fin de la segunda etapa histórica de la Idea comunista (la construcción insostenible, terrorista, de un “comunismo de Estado”) de su tercera etapa (el comunismo que lleva a cabo la política, adecuada a lo real, de una “emancipación de toda la humanidad”). En este contexto, se ha establecido un conformismo intelectual mediocre, una especie de resignación a la vez lastimera y satisfecha que acompaña la ausencia de cualquier futuro que no sea el despliegue repetitivo de lo existente.

Vemos entonces aparecer –contrapartida a la vez lógica y terrorífica, desesperada y fatal, mezcla de capitalismo corrupto y gansterismo asesino– un repliegue maniaco, manejado subjetivamente por la pulsión de muerte, hacia las identidades más diversas. Este repliegue suscita a su vez arrogantes contra-identidades identitarias. Sobre la trama general de “Occidente” –patria del capitalismo dominante y civilizado– contra “el Islamismo”  –referente  del  terrorismo  sanguinario–  aparecen,  de  un  lado,  bandas asesinas o individuos armados hasta los dientes que esgrimen, para hacerse respetar, el cadáver de algún Dios; del otro, en nombre de los derechos humanos y la democracia, salvajes expediciones militares   internacionales que destruyen Estados enteros (Yugoslavia, Irak, Libia, Afganistán, Sudán, Congo, Mali, República Centroafricana) y causan millares de víctimas sin conseguir nada más que negociar, con los bandidos más corruptos, una paz precaria en torno a pozos, minas, recursos alimenticios y enclaves donde prosperan las grandes empresas.

Esto será así hasta que el verdadero universalismo –la toma de las riendas del destino de la humanidad por la propia humanidad y, por tanto, la nueva y decisiva encarnación histórico-política de la Idea comunista– despliegue su nueva potencia a escala mundial, anulando de paso el sometimiento de los Estados a la oligarquía de los propietarios y sus siervos, la abstracción monetaria y, finalmente, las identidades y contra-identidades que desatan las pasiones y desembocan en la muerte.

Esta es la situación mundial que, aunque tarda en llegar, llegará –si conseguimos quererlo a gran escala. El tiempo en que toda identidad (porque siempre habrá identidades, diferentes e incluso formalmente contradictorias) será integrada igualitaria y pacíficamente en el destino de la humanidad en conjunto.


Detalles franceses: Ch arlie He bdo y la “República”

Nacido del izquierdismo  rebelde  de  los  años  setenta,  Charlie  Hebdo  se  ha convertido –como numerosos intelectuales, políticos, “nuevos filósofos”, economistas ineptos y bufones diversos– en un defensor a la vez irónico y ferviente de la Democracia, la República, el Laicismo, la Libertad de opinión, la Libre empresa, el sexo Libre, el Estado libre, en fin, del orden político y moral establecido. Este tipo de reniego –que no es más que el envejecimiento de las inteligencias en función de las circunstancias– está por todas partes, y no tiene demasiado interés en sí mismo.

Parece más novedosa la construcción paciente, iniciada en Francia desde los años ochenta del siglo pasado, de un enemigo interior de nuevo cuño: el musulmán. Esto se ha hecho al calor de diversas leyes insidiosas que forzaban la “libertad de expresión” hasta el control puntilloso de las vestimentas, nuevas prohibiciones relacionadas con el relato histórico y nuevos privilegios policiales. Esto se ha hecho, también, en el marco de una especie de rivalidad “de izquierdas” contra la ascensión imparable del Frente Nacional, que practicaba desde la guerra de Argelia un racismo colonial franco y abierto. Más allá de la diversidad de causas, el hecho es que el musulmán, de Mahoma a nuestros días, se ha convertido en el mal objeto de deseo de Charlie Hebdo. Colmar al musulmán de sarcasmo y hacer chistes con sus maneras se ha convertido en el fondo de comercio de esta crepuscular revista “humorística”, algo así como las bromas que se hacían hace poco más de un siglo bajo el nombre de “Bécassine” con las campesinas pobres (y cristianas, en la época…) venidas de Bretaña para cambiar los pañales a los hijos de las burguesas de París.[1]

Todo esto, en el fondo, no es tan nuevo. El orden parlamentario establecido en Francia –al menos desde su acto fundacional, a saber: la masacre, en 1871, por los Thiers, Jules Ferry, Jules Favre y otras vedettes de la izquierda “republicana”, de veinte mil obreros en las calles de París–, este “pacto republicano” al que se han sumado tantos ex-izquierdistas, siempre ha sospechado que se tramaban cosas espantosas en los suburbios, en las fábricas de las afueras, en los bares sombríos de los arrabales. Siempre ha enviado fuertes brigadas policiales a estos lugares y ha llenado las prisiones, bajo incontables pretextos, de los sospechosos jóvenes mal educados que allí vivían. Ha introducido en las “bandas de jóvenes” delatores corruptos. También ella, la República, ha  multiplicado  las  masacres  y  nuevas  formas  de  esclavitud  que  requiere  el  mantenimiento del orden en el Imperio colonial. Un Imperio sanguinario donde se torturaba con constancia a los “sospechosos” hasta en la última comisaría de la última aldea africana o asiática y que encontró un referente fundamental en las declaraciones del  propio  Jules  Ferry  –decididamente  un  activista  del  pacto  republicano– y  su exaltación de la “misión civilizadora” de Francia.

Ahora bien, hay que resaltar que un número considerable de jóvenes que habitan nuestras banlieues, más allá de sus actividades sospechosas y su falta flagrante de educación (es extraño que la famosa Escuela republicana no haya podido, según parece, obtener nada, aunque no llega a convencerse de que es por su culpa y no por culpa de los estudiantes), tienen padres proletarios de origen africano o ellos mismos han venido de  África  para  sobrevivir  y,  en  consecuencia,  a  menudo  profesan  la  religión musulmana. A la vez proletarios y colonizados, en suma. Dos razones para desconfiar y tomar serias medidas represivas al respecto.

Supongamos que es usted un joven negro o un joven con aspecto árabe, o incluso una joven mujer que ha decidido –queriendo ser rebelde, porque está prohibido– cubrirse el pelo. Pues bien, tiene usted entonces nueve o diez veces más posibilidades de ser frecuentemente interpelado en la calle por nuestra policía democrática y ser retenido en una comisaría que si usted tuviera el aspecto de un “francés”, lo que quiere decir, tan solo, tener la fisionomía de alguien que no es probablemente ni proletario, ni ex-colonizado. Ni musulmán. Charlie Hebdo, de algún modo, no hacía más que seguir el juego a estos usos policiales

Se afirma por todas partes que el objetivo de las caricaturas de Charlie Hebdo no es el hecho de ser musulmán en sí, como indicio negativo, sino el activismo terrorista de los integristas. Esto es objetivamente falso. Tomemos una caricatura típica: vemos un par de nalgas desnudas, nada más, y la leyenda dice “Y el culo de Mahoma, ¿podemos utilizarlo?”. El Profeta de los creyentes, blanco permanente de estas estupideces, ¿sería un terrorista contemporáneo? No, esto no tiene nada que ver con ningún tipo de política, sea la que sea. Nada que ver con la bandera solemne de la “libertad de expresión”. Es una ridícula y provocativa obscenidad que apunta al Islam como tal, eso es todo. Y no es nada más que un racismo cultural de poca monta, una “broma” para que se parta de risa el lepenista borracho de la esquina. Una provocación “occidental” complaciente, llena de la satisfacción del privilegiado, contra no sólo inmensas masas populares africanas, del medio oriente o asiáticas que viven en condiciones dramáticas, sino  también  contra  buena  parte  del  pueblo  trabajador  aquí  mismo,  el  que  vacía nuestros cubos de basura, friega los platos, se fatiga en el martillo neumático, recoge con prisas las habitaciones de los hoteles de lujo o limpia a las cuatro de la mañana los cristales de los grandes bancos. En fin, esa parte del pueblo que, sólo por su trabajo, pero también por su vida compleja, sus viajes arriesgados, su conocimiento de varios idiomas, su sabiduría existencial y su capacidad para reconocer qué es una verdadera política  de  emancipación,  merece  al  menos  que  la  tengamos  en  consideración, e incluso, sí, que la admiremos, dejando a un lado toda cuestión religiosa.

Ya hace tiempo, desde el siglo XVIII, todos estos chistes sexuales –antirreligiosos en apariencia, antipopulares en realidad– han alimentado un “humor” de cuartel. No hay más que ver las obscenidades de Voltaire sobre Juana de Arco: su Doncella de Orléans es, sin duda, digna de Charlie Hebdo. Por sí solo, este poema guarro dirigido contra una heroína sublimemente cristiana permite decir que las verdaderas y sólidas luces del pensamiento crítico no están en absoluto ilustradas por este Voltaire de baja estofa. Al respecto, es reveladora la sensatez de Robespierre cuando condenaba a todos aquellos que  llevaban  a  cabo  violencias  antirreligiosas  en  el  seno  de  la  Revolución,  no obteniendo así más que deserción popular y guerra civil. Ello nos invita a considerar que lo que divide a la opinión democrática francesa es estar –sabiéndolo o no– o bien del lado constantemente progresista y realmente demócrata de Rousseau o bien del lado del negociante pícaro, del rico especulador escéptico y hedonista que estaba, como el genio malvado, alojado dentro de aquel Voltaire, por otro lado capaz de auténticos combates a veces.

Hoy, sin embargo, todo esto apesta a mentalidad colonial –como por lo demás la ley contra el pañuelo “islámico” recordaba, por desgracia de forma bastante más violenta, a las mofas contra la cofia bretona de Bécassine. Se trata de casos en que el racismo cultural más sensacionalista se fusiona con la hostilidad sorda, la crasa ignorancia y el miedo que inspira al autocomplaciente pequeño burgués de nuestros lares la enorme masa, la de las afueras o la africana, los condenados de la tierra.


El crimen de tipo fascista

¿Y qué hay de los tres jóvenes franceses que la policía ha matado enseguida? Subrayemos de pasada que esto ha permitido evitar, con el beneplácito general, un proceso judicial donde se habría tenido que discutir la situación y la procedencia real de los culpables. Es también un dardo lanzado contra la abolición de la pena de muerte, el retorno a la pura venganza pública, a la manera de los westerns.

Si tuviéramos que caracterizarlos, digamos que estos jóvenes cometieron lo que hay que denominar un crimen de tipo fascista.

Llamo crimen de tipo fascista a aquel que tiene tres características. En primer lugar está dirigido, no es arbitrario, porque su motivación es ideológica, de carácter fascistoide, esto es: estúpidamente identitaria, nacional, racial, comunitaria, tradicionalista, religiosa. En estas circunstancias, los asesinos tenían claramente como objetivo tres identidades a menudo amenazadas por el fascismo clásico: los publicistas considerados del bando rival, los policías que defienden el orden parlamentario odiado y los judíos. Se trata de la religión en el primer caso, de un Estado-nación en el segundo, de una pretendida raza en el tercero. En segundo lugar, es un crimen de una violencia extrema, asumida, espectacular, porque aspira a imponer la idea de una determinación fría y absoluta, que por lo demás incluye la probabilidad de la muerte de los propios asesinos en suicidio. Es el aspecto “¡Viva la muerte!”,[2] el rasgo nihilista de estas acciones. En tercer lugar, el crimen tiene la intención –por su enormidad, su efecto sorpresa y su carácter de excepción– de crear en el Estado y la opinión pública una sensación de terror que alimente, a su vez, reacciones incontroladas que a ojos de los criminales y sus jefes justificarán, por simetría, el atentado sangriento. Esto es precisamente lo que ha ocurrido. En ese sentido, el crimen fascista ha supuesto una especie de victoria.

Este tipo de crimen exige asesinos que puedan ser abandonados a su suerte por quienes los manipulan desde el instante en que el acto tiene lugar. No son grandes profesionales, personal de los servicios secretos, asesinos curtidos. Son jóvenes del pueblo, expulsados de sus propias vidas –unas vidas que perciben sin salida ni sentido– a causa de una fascinación por el acto puro. Ello se mezcla con algunos ingredientes identitarios  salvajes,  con  el  acceso  a  armas  sofisticadas,  a  viajes,  a  la  vida  en camaradería, a formas de poder, de disfrute, y a un poco de dinero. En la misma Francia hemos visto, en otras épocas, reclutas de grupos fascistoides capaces de convertirse en homicidas y torturadores por razones similares. Significativamente éste fue el caso, durante la ocupación de Francia por los nazis, de no pocos milicianos engatusados por Vichy bajo la bandera la de “Revolución nacional”.

Si se quiere reducir el riesgo de los crímenes fascistas, éste es el retrato que hay que tener en mente. Los factores decisivos que permiten la aparición de estos crímenes están claros. Hay una imagen negativa, construida por la sociedad, de los jóvenes venidos de la miseria mundial y la forma en que son tratados. Hay un manejo desconsiderado de cuestiones identitarias y una existencia indiscutida, e incluso promovida, de determinaciones raciales y coloniales, de leyes infames de segregación y estigmatización. Sin duda, hay, sobre todo, no ya la ausencia –en nuestro país hay militantes con ideas y vinculados con el pueblo real– sino la debilidad desastrosa, a escala internacional, de propuestas políticas no consensuales, de naturaleza revolucionaria y universal, susceptibles de organizar a esos jóvenes en la solidaridad activa de una convicción política racional. Sólo mediante una acción persistente para modificar todos estos factores negativos, de un llamamiento para cambiar de raíz la lógica política dominante, habríamos podido conseguir, razonablemente, que la opinión pública fuera consciente de la verdadera magnitud de lo que sucedía y haber subordinado  la  acción  policial  –siempre  peligrosa  cuando  se  la  deja  hacer  por  su cuenta– a una conciencia pública sabia y capaz.

Sin embargo, la reacción gubernamental y mediática ha hecho exactamente lo contrario.

El Estado y la Opinión

Desde el principio, el Estado se ha volcado en una utilización desmesurada y extremadamente peligrosa del crimen fascista. Al crimen con motivaciones identitarias, ha opuesto en la práctica una motivación identitaria simétrica. Al “musulmán fanático” se ha opuesto sin vergüenza el buen francés demócrata. El escandaloso asunto de “la unión nacional”, es decir de “la unión sagrada”, que no sirvió en Francia más que para enviar a los jóvenes a morir masacrados por nada en las trincheras, ha sido rescatado de los  armarios  con  olor  a  naftalina.  Que  por  lo  demás  este  tema  es  identitario  y beligerante se ha visto bien claro cuando nuestros dirigentes, los Hollande y los Valls, seguidos por todos los órganos mediáticos, han entonado la melodía, inventada por Bush con motivo de la siniestra invasión de Irak –de la cual hoy conocemos los efectos devastadores y absurdos–, de la “guerra contra el terrorismo”. Casi es como si, con ocasión de un crimen aislado de tipo fascista, se hubiera exhortado a la población o bien a esconderse en sus casas, o bien a volverse a vestir con su uniforme de reservista y partir hacia Siria a toque de corneta.

La confusión ha llegado al límite cuando se ha visto que el Estado hacía un llamamiento, de forma perfectamente autoritaria, para manifestarse. Aquí, en el país de la “libertad de expresión”, ¡una manifestación por orden del Estado! Hay buenas razones para preguntarse si Valls no pensaba encarcelar a los ausentes. Se ha castigado, aquí y allá, a quienes eran reacios al minuto de silencio. Verdaderamente esto es el colmo.  Tanto  es  así  que,  en  el  momento  más  bajo  de  su  popularidad,  nuestros dirigentes han podido, gracias a tres fascistas descarriados que no hubieran alcanzado a imaginar tal victoria, desfilar ante más de un millón de personas al mismo tiempo aterrorizadas por los “musulmanes” y alimentadas por las vitaminas de la democracia, del pacto republicano y de la soberbia grandeza de Francia. Incluso ha sido posible que el criminal de guerra colonial Netanyahu figure en la primera fila de los manifestantes, supuestamente allí congregados para celebrar la libertad de opinión y la paz civil.

En cuanto a la “libertad de expresión”, ¡hablemos de ella! La manifestación afirmaba, al contrario, con gran refuerzo de banderas tricolores, que ser francés es que todos  tengan,  bajo  la  batuta  del  Estado,  la  misma  opinión.  Era  prácticamente imposible, durante esos días, expresarse sobre lo que sucedía de un modo que no consistiera en complacerse con nuestras libertades, con nuestra República, en maldecir la corrupción de nuestra identidad por los jóvenes proletarios musulmanes y las chicas horriblemente cubiertas por el velo, y en prepararse virilmente para la “guerra contra el terrorismo”. Incluso llegó a escucharse el siguiente grito, admirable por su libertad expresiva: “todos somos policías”.

Por otra parte, ¿cómo se atreven hoy a hablar de “libertad de expresión” en un país donde, con muy pocas excepciones, la totalidad de los órganos de prensa y televisión están en manos de los grandes grupos privados industriales y/o financieros?

¡Nuestro “pacto republicano” tiene que ser muy flexible y complaciente para que nos imaginemos que estos grandes grupos –Bouygues, Lagardère, Niel y todos los demás– están dispuestos a sacrificar sus intereses privados en el altar de la democracia y la libertad de expresión!

En realidad, es muy normal que la norma en nuestro país sea la del pensamiento único y la sumisión timorata. La libertad en general, incluyendo la de pensamiento, expresión, acción, la de la vida misma, ¿consiste hoy en devenir unánimemente auxiliares de policía para batir a unas decenas de reclutas fascistas, en la delación universal de sospechosos barbudos o con velo y en la sospecha constante sobre las sombrías banlieues, herederas de los arrabales donde antaño se masacró a los partidarios de la Comuna? ¿O bien el esfuerzo central de la emancipación, de la libertad pública, debe ser actuar en común con el mayor número posible de jóvenes proletarios de estos barrios, con el mayor número de chicas, con o sin velo, eso no importa, en el marco de una política nueva, que no se refiera a ninguna identidad (“los proletarios no tienen patria”) y que anticipe la figura igualitaria de una humanidad que finalmente se haga cargo de su propio destino? ¿Una política que aspire racionalmente a desprendernos, al fin, de nuestros verdaderos y despiadados amos, los adinerados regentes de nuestro destino?

Desde hace mucho tiempo ha habido en Francia dos tipos de manifestaciones: unas bajo la bandera roja, otras bajo la bandera tricolor. Créanme: incluso para acabar con las pequeñas bandas fascistas identitarias y asesinas –ya sean las que reivindican formas sectarias de la religión musulmana, la identidad nacional francesa o la superioridad occidental– las banderas tricolores, dirigidas y utilizadas por nuestros amos, no son eficaces. Son las otras, las rojas, las que hay que traer de vuelta.


[1] Bécassine:  personaje  de cómic creado por Joseph Porphyre  Pinchon  en 1905 y popularizado  por la revista  La  Semaine  de  Suzette,  devino  un  cliché  de  la  representación  de  las  trabajadoras  domésticas bretonas  de  origen  rural  emigradas  a París.  “Bécassine”  –literalmente  ‘agachadiza’,  un  ave–  también significa en francés ‘pánfila’, ‘poco despierta’ (N. del T.).
[2] En castellano en el original (N. del T.).