Albert Camus, Escritos libertarios

por Christian Ferrer



Esta es la historia de una soledad, la de Albert Camus, no escaso de renombre –premio nobel, admiradores, nunca angostado caudal de lectores–, pero declarado huérfano por su propia familia ideológica una vez que se negó a transigir con cualquier legitimación de la violencia amén de rehuir toda doctrina que sacrificara vidas en nombre de la historia o el poder. ¿Qué sentido tenía tomar ese riesgo? ¿Un imperativo de conciencia? Quizás fuera un gesto “loco”: decir lo que otros no quieren escuchar, ni saber, ni recordar, hasta que ya es demasiado tarde: hora de cierre. La excomunión decretada por el círculo de Jean Paul Sartre –pontífice– lo desamparó un poco más. Camus no claudicó: “¿No está usted en el ajo? –No en éste”. De modo que este libro concierne solamente a los memoriosos, o a personas de “genio libertario”, o a los muertos todavía no nacidos y que heredarán nuestros embustes y cobardías. ¿Cómo es posible? La historia no se reitera, los contendientes serán otros, pero las excusas –y el propósito– pueden reincidir. Esta edición reúne discursos, epístolas, peticiones, debates, llamamientos, cartas abiertas, textos arduos de encontrar, no por fugaces sino por haber hibernado por largo tiempo en archivos de sectas en peligro de extinción. Dan forma a una afinidad, la que Camus mantuvo con sus amigos libertarios, ya exiguos, durante la Guerra Fría, una época pérfida y peligrosa –como todas–, no hace tanto dada por difunta. Era la década de 1950 y había mucho altavoz y campañas de desinformación y se mentía también, y pirámides de cadáveres escalaban hasta el cielo en guerras periféricas espoleadas por potencias a fin de cuentas bastante simétricas, y era costumbre, manía o deber que se tomara partido por algún bando, aunque sea por el menos malo. Medio siglo después vuelve a nosotros, en su voz mesurada, sólida y honesta –agréguese: inconforme–, una brusca aversión por aquel tiempo deshonesto y escalofriante, voz que merece nuestra compañía retroactiva y para siempre. Es un lenguaje hoy desusado, el del hombre que va quedándose políticamente aislado, y encima resistido, incluso sospechado, porque no insultaba a quienes no estaban con él, no negaba lo que une a los hombres y no gustaba del oficio de asesino, que sabía que el idioma de la verdad únicamente suena en el desierto, que no confundía realismo con cinismo, que barruntaba que el poder enloquece al que lo tiene, que se cuidaba de añadir palabras de odio a los torrentes de imprecaciones, y además era inmune a la admiración por la fuerza y tampoco creía que el anticolonialismo debiera convertirse en la buena conciencia que todo lo justificaba. Un hombre que se horrorizaba de tener enemigos, y aunque no le faltaron medallas de maquis, igual siguió siendo un “resistente incondicional”. Murió el 4 de enero de 1960 –un accidente en la ruta–. Seis días antes había estampillado su último escrito, una sola página para la revista Reconstruir, editada por anarquistas del barrio porteño de Constitución. Las últimas palabras de ese artículo: “Dar, cuando se puede. Y no odiar, si se puede”. Si en todo prado hay tréboles de relieve uniforme, Camus era trébol de cuatro hojas: una variación infrecuente.