Ayotzinapa y la fuerza del normalismo rural
por Luis Hernández
Navarro
Uno, dos, tres, cuatro,
corea la multitud sin parar hasta llegar al número 43 y exigir a voz en cuello:
¡Justicia!
Felipe Arnulfo Rosa,
pasa lista una voz. ¡Presente!, responden centenares de gargantas
encolerizadas. Benjamín Ascencio Bautista, pregunta nuevamente. ¡Presente!,
contestan los manifestantes. Israel Caballero Sánchez...
Son los nombres de los
alumnos de la Normal Rural de Ayotzinapa desparecidos por las policías
municipales de Iguala y Cocula. Son los mismos cuyos rostros aparecen por
millares en las pancartas y lonas que estudiantes y ciudadanos portan en todo
tipo de protestas, exigiendo a las autoridades su presentación con vida.
Curiosa ironía. Después
de ser apartadas de la vida pública nacional durante años y aparecer de cuando
en cuando en los medios de comunicación como un vestigio educativo del pasado
necesario de extirpar, las normales rurales están hoy en el centro del debate.
La tragedia de Ayotzinapa, una normal rural, ha sacudido la conciencia
nacional, sacado a los estudiantes de universidades públicas y privadas a las
calles en prácticamente todo el país y precipitado la más grave crisis política
en muchos años.
Las movilizaciones en
solidaridad con los normalistas no cesan. Cada día suman a nuevas fuerzas:
religiosos, artistas, intelectuales, deportistas, sindicatos. La pretensión de
los medios de comunicación electrónicos de contener, minimizar y desnaturalizar
el sentido de las protestas ha sido rebasada.
¿Por qué esta tragedia
en concreto ha suscitado tanta indignación? Porque fue la gota que derramó el
vaso, como en su momento y en otra escala sucedió con el asesinato del hijo del
poeta Javier Sicilia. En esta ocasión, los relatos de la saña policial contra
un grupo de muchachos pobres, acosados y desarmados, y la imagen de los padres
dolidos, han conmovido a otros padres que ven en lo sucedido algo que les pudo
haber pasado a sus hijos, creando una identidad instantánea y funcionando como
elemento articulador de un descontento social hasta ahora disperso.
En el sufrimiento de
esos padres, en su penar, se condensa la incertidumbre e inseguridad que muchos
ciudadanos viven en amplias regiones. En el destino de los normalistas se
descubre la sensación de vulnerabilidad que provoca ser joven en un país en el
que los jóvenes son víctimas recurrentes de la violencia gubernamental. En la
historia de un alcalde al se dejó escapar se encuentran las evidencias del
pacto de impunidad con que se cubre la clase política.
Pero ese dolor y esa
rabia, ese miedo y ese anhelo de que regresen con vida los muchachos tiene su
núcleo duro, su fuente de legitimidad, su red de protección, en un tejido
comunitario inasible para la tecnoburocracia que conduce al país. Esa red es la
que le proporciona a la movilización social la fuente de autoridad moral que se
expande por toda la sociedad.
Sí, no son sólo 43
jóvenes desaparecidos. Detrás de ellos están más de cuatro decenas de padres
dolientes y sus familias extensas, en su mayoría de muy escasos recursos, que
pasan las noches en vela esperando que sus hijos aparezcan. A su lado se
encuentran decenas de comunidades, casi todas rústicas, que ruegan por el
retorno con bien de sus paisanos. Hombro con hombro, marchan unos 500
estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, que aguardan el regreso de
sus compañeros de banca y de dormitorio. Como si fueran un ejército, los
acompañan miles de egresados profundamente comprometidos con la escuela que les
ha permitido salir adelante en su vida, muchos de ellos laborando en los
poblados más remotos de Guerrero, que viven como un agravio personal lo que se
ha hecho a los muchachos. Y, en primera línea, están unos 8 mil alumnos de
otras normales rurales, hermanados con ellos mucho antes de que la tragedia
llegara a sus vidas.
El normalismo rural es
una comunidad imaginaria, integrada no sólo por los alumnos que estudian en sus
aulas y viven en sus internados. De ella forman parte también los poblados de
donde provienen los estudiantes, los grupos campesinos a quienes se atiende en
las prácticas escolares y las comunidades adonde van a laborar sus egresados.
Son parte sustancial de ella los maestros en activo que se graduaron en sus
muros. A todos ellos, lo que sucede allí les atañe.
Las normales rurales son
una de las pocas vías de ascenso social que tienen los jóvenes en el campo. El
destino que se forjen gracias a sus estudios incide en la vida de las
comunidades. Lo que acontece con ellas no les es ajeno. Son suyas: son un
legado vivo de la Revolución Mexicana, una herencia de la escuela rural y el
cardenismo, al que no están dispuestos a renunciar.
Los alumnos que se
instruyen en esas escuelas cuentan, además, con una de las organizaciones
estudiantiles más antiguas en el país: la Federación de Estudiantes Campesinos
Socialistas de México (Fecsm). Fundada en 1935, ha desempeñado un papel
fundamental en la sobrevivencia de las normales rurales, permanentemente
acosadas por autoridades educativos y gobiernos locales. Sus dirigentes deben
ser alumnos regulares, tener buena conducta y un promedio escolar no menor de
ocho. Sólo los mejores alumnos representan a sus compañeros. Sus líderes son
jóvenes formados políticamente, con capacidad de análisis, dotes organizativas
y visión.
Esa comunidad
transgeneracional e intercomunitaria es la que ha evitado que las normales
rurales sean cerradas en el país en el pasado. Es la que ha resistido las
agresiones en su contra. Es la que ha hecho posible la supervivencia del
proyecto.
Esa comunidad es la que ve
en la desaparición de sus 43 normalistas de Ayotzinapa a manos de policías una
grave afrenta a la que debe responder. Es la que juzga como una burla que el
gobierno no aclare el paradero de los muchachos. Es la que se indigna ante la
pretensión de las autoridades de no hacer coincidir la verdad jurídica con la
verdad histórica. Es la que, con toda su autoridad moral, convoca a sumarse a
la lucha al resto de la sociedad. Es la que exige, con rabia y determinación inagotables,
la aparición con vida de sus hijos.