“La novela se hace con desechos de todos los materiales”. Entrevista a Horacio González
por Silvina Friera
El sociólogo y director de la
Biblioteca Nacional concibió lo que define como una “noveleta conversacional”.
Pero más allá de esa frase “autodenigratoria”, el libro ofrece una profunda
reflexión sobre la Iglesia, la universidad, el peronismo y la guerrilla.
La chispa del asado convoca a una
comunidad conversante de roedores. El anfitrión es el padre Poggi, un sacerdote
nihilista que atiza el fuego de la lengua –con un decir que va desde la
refinada erudición, mezclada con muletillas del habla popular, hasta ciertas
expresiones rústicas– al tiempo que lucha por desentrañar algunas de las frases
señeras del sacerdote Hernán Benítez, el confesor personal de Evita, en una
carta que le escribió a Blanca Duarte. Si lo más densamente humano es coincidir
alrededor de un lecho en el momento de la muerte, la deriva de las
conversaciones, con toques diestros y calculados de un humor sarcástico,
incluirá otras dos cartas –de Juan Domingo Perón a John William Cooke y de
Salvadora Medina Onrubia a Evita– como puntadas del bordado textual de la
tragedia nacional y sus posibles interpretaciones. Completa el elenco de
conversadores el ex fraile Santiesteban y el escéptico profesor universitario
Juan Carlos Rupestre, especialista en Max Weber. Larga será la noche, en la
parroquia de Floresta, para estos tres personajes. “Espectros”, se los llamará
en una instancia del escrito, manuscrito o “noveleta conversacional”, ironía
que se fraguará de principio a fin, reticencia ejemplar para sortear ese lugar
común de llamar a las cosas por su nombre. Besar a la muerta (Colihue), la
primera novela de Horacio González, escritor, sociólogo y director de la
Biblioteca Nacional, es una ficción de una potencia extraordinaria, una especie
de “máquina parlante”, tributaria del género epistolar y las reescrituras, que
merodea lo inefable.
“El peronismo
es todo liturgia”, afirma Poggi, personaje inolvidable por su modo radical de
habitar en la lengua. El protagonista principal de la novela está inspirado en
el padre Jorge Galli, cura obrero, albañil y teólogo popular que fue muy amigo
de González. “Toda su teología era medio arltiana, una teología tomada de la
fragua del lenguaje popular. Yo trataba de recordar cómo hablaba Galli; era un
cura en el extremo. Hay muchos personajes así en la literatura, el propio
Unamuno tiene esos curas que están al borde de la descreencia”, dice el
escritor en la entrevista con Página/12.
–En el texto introductorio de la novela, hay alguien que
dice que Besar a la muerta es una “noveleta conversacional”. ¿Cómo explica este
modo de minimizar el valor del género?
–No sé qué
texto debe existir definitivamente, el Quijote, el Martín Fierro o El Aleph...
después, todo lo que se escribe tiene cierta gratuidad; es lo que podría no
haberse escrito. ¿Por qué voy a escribir esto si no es necesario, ni soy un
novelista? Precisaba anticiparme con una denigración previa, escrita no se sabe
bien por quién. A lo largo de todo lo que escribí buscaba confundir respecto de
quién estaba hablando y quién era el poseedor de la palabra. O sea que utilicé
técnicas denigratorias. Cuando las escribe uno mismo sobre lo que hace, invita
a un dilema porque nadie puede creer que una persona se denigre en relación con
lo que hace de una manera tan tajante. Se me ocurrió que una forma de proteger
lo que uno escribe es considerarlo un arte menor. La novela conversacional es
parienta del bildungsroman, pero el bildungsroman es prestigioso y la novela
conversacional no. Sus personajes conversan infinitamente y la conversación es
una forma de la acción. Pero no es el tipo de acción de las novelas que
habitualmente se escriben. Lo que escribí está ajeno a algo que leo en las
novelas que me gustan, que es la existencia de un mundo de vida. En las novelas
de Hernán Ronsino, de Selva Almada, de María Pía López, está la lengua puesta
en un lugar muy dramático; es la lengua hablada en el horno de la sociedad. Hay
un oído que capta una lengua, la reinventa, pero la capta en un pliegue interno
de conversaciones de las existencias que derraparon en el mundo. Es un tipo de
novela que también exige la conversación, pero es un lenguaje subterráneo, del
tiempo moroso, de la desgracia de la existencia. Hay una innovación novelística
en la Argentina, donde importa menos la trama –aunque hay tramas– que la idea
de descubrir una voz desgarrada. Cercado por ese tipo de novelas y las
verdaderas novelas conversacionales, cercado entre (William) Faulkner y Thomas
Mann, tenía que defender un balbuceo por el cual recreo una supuesta
conversación que tiene un tema: el fracaso personal de algunas vidas y cierto
fracaso político del cual no siempre es fácil hablar.
–Mientras los personajes conversan, a veces reciben baldazos
de agua de los vecinos para hacerlos callar. Los baldazos no son meras
anécdotas, parece haber algo más ahí, ¿no?
–Sí, hay una
necedad de lo popular también. El vecindario que arroja los baldes de agua es
representante de una inhibición a la conversación, que es la vida popular
tomada en su necedad. Uno siempre piensa en un rescate de la vida popular, pero
no hay por qué no representarlo en sus momentos de necedad, que son los que
todos protagonizamos cuando hacemos de nuestra conversación un epíteto, decirle
“gorila” a alguien, y toda una serie de enunciados injuriosos que aparecen en
cualquier conversación. Me pareció que le daba un sentido del absurdo a la conversación
porque todas esas escenas son metafóricas, pero absurdas. Así que lo único que
puedo hacer es agradecerte porque la hayas leído (risas). Y acá aparece la
cuestión sobre quién lee. Si leés a Faulkner, a (Juan Carlos) Onetti, a (Juan
José) Saer, es un acto en donde uno se entrega a una pedagogía superior. En
cambio si yo escribo algo, ya sea un ensayo o una proto novela, la lectura sólo
puede ser lectura de la generosidad.
–¿Por qué “proto novela”?
–Puse injertos
que no corresponden a una novela...
–La novela es un género muy elástico que lo permite todo.
–La novela se
hace con los desechos de todos los materiales del mundo, incluso con
documentación, es cierto. A quien debería mencionar es a (Ricardo) Piglia,
porque creo que tomé modismos de sus novelas. No me privé de la idea de la
imposibilidad de la novela, tratando de escribirla. El rumbo de la novela
actual es escribirla, no pensar si es posible. Pero yo soy de una generación
muy anterior y todavía pienso que se puede escribir preguntándose si es posible
escribir. El enredo macedoniano me sigue gustando y es un obstáculo para
escribir novelas. Por eso no me animo a llamarla enteramente novela. Es el
esbozo novelístico de un tímido (risas). Pero hay acción, hay baldazos de agua
sobre los conversadores, entra una partida policial. Los pinté simpáticos a los
policías, pero también los pinté al borde de la masacre, algo que forma parte
de la memoria nacional. La novela bordea el disparate, ¿no? ¡Dije novela!
(risas). Una vez que estás en el género, es obligatorio preguntarte qué hago yo
aquí, en este galpón abandonado...
La carta del
cura Benítez a Blanca Duarte fue el puntapié inicial de Besar a la muerta. “Es
una carta de un tenor teológico inhabitual en la teología que se hace en la
Argentina; ahí hay una introducción de Perón en un marco teológico litúrgico.
Ese hecho preferí verlo como un punto muy enigmático de la historia nacional:
empujar a un jefe político a que bese a una muerta –subraya González–. Después
me di cuenta de que esa carta prenuncia ‘Esa mujer’ de (Rodolfo) Walsh y lleva
a la cuestión del embalsamamiento, que intenté tratar como un tema en donde
falla la teología de la eternidad: el embalsamador es lo contrario del teólogo
de la eternidad.” El padre Poggi recuerda que Benítez dice una frase que
instala una suerte de presente absoluto: “Esa muerte no se me ha vuelto
pasado”. González cuenta que releyó Historia política de la Iglesia Católica
argentina, de Horacio Verbitsky, donde el confesor de Evita es presentado como
un sacerdote tomista. “Detrás de toda teología católica hay un tomismo o
neotomismo, pero Benítez le agregaba un existencialismo tomado de Unamuno, que
le daba una pátina diferente. Era la época del existencialismo sartreano; un
sector de la Iglesia respondía con Unamuno, que era una especie de Kierkegaard
de bolsillo. Son temas que hoy recrudecen en la plaza pública. La Argentina
vive un momento comunicacional y un momento teológico político. Cada uno se
trivializa a sí mismo y trivializa al otro. Todo esto podría haber sido un
ensayo, pero lo hice parte de un pastiche novelístico. Los extraviados
conversan mejor que los que conversan centradamente sobre un tema que conocen.
En el trasfondo, es la historia irresponsable del peronismo, de la universidad
y de la Iglesia, tres pavaditas que ocurren en la Argentina.”
–¿En qué sentido “irresponsable”?
–Los que
hablan son todos funámbulos, marionetas. Hay un lindo texto que siempre me
impresionó mucho, “Sobre el teatro de marionetas”, de (Heinrich von) Kleist. La
novela está inspirada un poco en ese texto y un poco en el estilo de Piglia. Si
Piglia escribiera muy mal, haría lo que hice yo (risas).
–Una de las conversaciones gira en torno de una frase de
Benítez, cuando despide a jóvenes revolucionarios muertos: “Pido perdón a Dios
por la muerte de ellos, asesinados por la Nación que no supo comprenderlos”.
¿Por qué Poggi conecta esta frase con la de Néstor Kirchner en la ESMA, cuando
pidió perdón en nombre del Estado?
–Esa frase de
Kirchner en la ESMA es muy compleja y no se la consideró adecuadamente. En la
frase de Benítez, ligada al funeral del guerrillero, “muertos por la Nación que
no supo comprenderlos”, no se sabe si la Nación es asesina o perdió la
oportunidad de hacer lo que corresponde a una Nación, que es comprender a
quienes atacan a un Estado injusto. Partí de una paradoja que sólo se resuelve
teológicamente y que está a la altura del hecho de que buena parte de la
guerrilla surgió de un sector de la Iglesia Católica. La idea de pedir perdón
en nombre del Estado es complejísima, no creo que se repita una frase así, que
cargue su propio enigma. Son frases supernumerarias, podrían no haberse dicho y
la historia quedaría más o menos correctamente encaminada. Nadie se la pidió.
Hay que ver si el futuro argentino va a tener ese tipo de frases que nadie
pide. La dijo un político tocado por una forma fuerte del azar político. Esa
frase revela hasta qué punto una veta muy lejana de vaga teología está presente
en cualquier actividad política, aun en un político que se quiere laico. Sólo
que hay que tratar de que esté presente con elegancia y el dramatismo que
corresponde. Si no es así, incluso la frase teológica cae en el vodevil, en el
mal periodismo de investigación o en el insulto permanente. Yo lo que intenté
hacer es poner la frase teológica en vecindad con la frase bufonesca. No pienso
que la fórmula política argentina se base en el mito de la Nación católica,
pero los acontecimientos últimos han permitido iluminar una zona del lenguaje
político vinculada con la teología. Yo me declaro laico y para los laicos es
una obligación pensar en qué medida el laicismo también se hace con algunos
componentes de viejos mitos que no están enteramente apagados.
–¿Coincidió la escritura de Besar a la muerta con la
papamanía?
–Sí. Bergoglio
nunca me gustó, pero es un Papa que entendió el papel de los medios de
comunicación. La globalización entendida como circulación de valores
financieros y comunicacionales tiene una teología oculta. El Papa entendió que
su palabra era parte de la circulación de esos valores metafóricos,
comunicacionales, financieros, simbólicos. O sea que es el Papa de cierta edad
comunicacional del capitalismo informático y es necesario reflexionar sobre
eso. La tradición novelística argentina fracasa menos para explicar la política
que lo que fracasa la política para explicar las novelas. Desde Amalia hasta
Adán Buenosayres, siendo novelas tan diferentes y de épocas tan diferentes, no
fracasan en pensar los agujeros más profundos de una época, no la época en su
superficie sino lo que tiene de abismal. La imposibilidad de escribir novelas
es de algún modo algo que la novela le dirige a la política, invitándola a ser
más elocuente.
–¿Por qué hay una mirada escéptica sobre la universidad a
través del profesor Rupestre?
–Fui durante
cuarenta años profesor universitario. Rupestre es un profesor que da clases
sobre Max Weber, que es lo que hice yo durante muchos años. Weber era, a su
manera, un teólogo del puritanismo que explica por esa vía el capitalismo... Si
alguien lee esta entrevista, parecería que escribí una novela interesantísima
que se sostiene sobre sus pies. Eso me hace pensar que uno puede mejorar
enteramente lo que escribió en una entrevista. A la pucha: escribió sobre la
Iglesia, la universidad, el peronismo, la guerrilla, ¿qué le faltó? Nada
(risas).
–Falta mencionar a un personaje, el chinito Pin, que va a
buscar a Rupestre al final del asado.
–Me gustó la
frase de Poggi que dice: “Están todos los personajes de este escrito”. Por el
aspecto bufonesco que tiene la novela, traté de que se notara que todo ocurre
en un escrito. Que no hay realidad, que son movimientos de un escrito.
–Besar a la muerta problematiza la cuestión de cómo se
nombra. Nombrar es un drama: si se elige un nombre, en parte se está
clausurando el sentido, ¿no?
–Sí. Hay que
recordar que Barthes decía que no escribía novelas porque no era capaz de darle
un nombre a un gato. Yo podría decir lo mismo. La vida política te lleva a dar
nombres, apelativos e ironías sobre los nombres. En la vida de la ficción hay
que estar muy seguro para poner un nombre que no remita a su propio significado
cerrado. Le puse a un personaje Rupestre porque pensé en la palabra rupestre,
que quiere decir algo así como “pintar en la roca”, y me dejé llevar por ese
nominalismo. Hice el prólogo sobre un libro de Lezama Lima, que es más barroco
que Lezama Lima (risas). Atravesé años escribiendo ensayos de los que se decía
“qué quisiste decir”. Imaginate si no voy a seguir escribiendo...