Terror y derechos humanos en la Argentina
por Juan
Pablo Maccia
I.
La encanecida guerrilla de la filosofía
No son
pocos los que se han desplazado de la guerrilla a la filosofía. En el mejor de
los casos esta conciliación de batalla y conceptos continúa lo político por
otros medios, descubriendo que nada han cambiado tanto: antes y ahora se utilizaron
armas, ahora y antes se trataba del problema de la verdad.
Dos
librillos de muy reciente aparición comparten la estrategia enunciativa de
articular (de modos muy distintos) biografía heroica y reflexión filosófica apelando
a la sabiduría de la guerra de guerrillas del Che Guevara. En ambos casos, el
paso del enfrentamiento físico al de los argumentos gira en torno a nuestros
años 60 (y 70), procurando extraer un valor presente desde un tiempo (nunca del
todo) ido. Ambos autores radican fuera del país. Hasta aquí los parecidos de Che Guevara, la gratuidad del riesgo,
del antiguo militante del ERP y actual psiquiatra y ensayista argentino-francés
Miguel Benasayag (Cuadrata); y Un
testamento de los años 70, terrorismo, política y verdad en la Argentina,
del excombatiente montonero y actual especialista en filosofía y ciencias
políticas nacionalizado en Brasil, Héctor Ricardo Leis (Katz).
Si en
ambos casos se apela a sofisticados argumentos teóricos para volver sobre
aquellos años de generosa juventud, tanto la inspiración vital como política
argumentativa difiere plenamente. Mientras Benasayag se esfuerza por inscribir
a Guevara en una ontología de los múltiples puros (rara mezcla entre Plotino y
Deleuze) integrando –en una tentativa extrema- al comandante guerrillero a las
movidas de la contra cultura de los años sesentas (comunidades homosexuales y
de amor libre incluidos); Leis se entrega a una grave y meditada reflexión sobre
el papel deplorable de la violencia en la política nacional. Partiendo tanto de
su experiencia personal, como de sus estudios académicos -y apelando a eruditas
citas Hobbes, Hegel, Marx, Arendt o Agamben- concluye que el terror es un modo
de envenenar las sociedades, y que su origen entre nosotros, durante los años
setentas, se encuentra en la acción de la guerrilla urbana, espiralada con el
accionar de las Tres A y de las fuerzas militares.
II.
Katz, que librito te echaste´!
Dos razones nos llevan a detenernos en la obra de Leis: la repercusión
de su texto (esto es, una serie de discusiones
sintomáticas del actual clima político que tuvieron lugar a partir de la publicación como libro, a
pesar de que la obra se encontraba ya disponible desde hace meses en la web); y la reciente intervención de Leis en ocasión de la muerte del General Videla (“Los argentinos perdimos la oportunidad de
hacernos un bien a nosotros mismos, al no saber perdonar a un Videla anciano
para que muriese en paz en su casa, junto a su familia”).
Para convertir en texto de blog en libro polémico se precisaron
las artes del editor Alejandro Katz quien se apresuró a añadir al original un epílogo y dos lustrosas y amistosas prologueras: Graciela
Fernandez Meijide y Beatriz Sarlo.
Ambas señoras coinciden elogiar el “valor” (en la doble acepción
de coraje y de calidad) de una toma de la palabra que enfrenta el consenso
actual sobre los años setentas y la lucha armada encarnada en la alianza entre
kirchnerismo y organizaciones de derechos humanos. Ambas advierten sobre sus
diferencias con las tesis del autor (sobre todo con la que equipara la
violencia ejercida desde del estado con la desarrollada por las militancias). Ambas
coinciden en colocar el texto en cuestión en la zaga de la polémica carta de Oscar del Barco sobre el “no matarás”.
Fernandez Meijide felicita al autor por mirar hacia las
generaciones futuras y ya no ya a las víctimas y al pasado (invirtiendo de modo
perfecto las consideraciones de Walter Benjamin sobre la historia que tanto
gusta a mi prima Laura), mientras Sarlo se interesan por el deslinde posible entre
las figuras del terrorismo de estado como crimen contra la humanidad, y el
genocidio nazi, respecto de la situación argentina planteada como una guerra
entre bandos igualmente beligerantes. En la medida en que el aporte de Leis es
no solo original (y no una mera repetición de la “teoría de los dos demonios”) sino
oportuno, en la medida que los juicios están ya en marcha y contamos ya con una
perspectiva temporal suficiente.
III.
La tesis del terror
Afirma en su texto Leis que en el paso de la guerrilla rural (siguiendo
las tesis guevarianas) a la guerrilla urbana produce tendencialmente una
justificación del terrorismo, y una relativización de las consideraciones morales
y políticas que según Clausewicz moderan las guerras modernas, evitando llegar
al extremo del exterminio de uno de los bandos.
Lo relevante para considerar la acción del terrorismo, dice
Leis, no es su signo ideológico, ni los objetivos que se persigan, siquiera si
se lo ejerce o no desde el estado. Conocemos todo tipo de acción terrorista
empleada modernamente por los distintos estados, grupos separatistas, los
fundamentalismos religiosos. En todos los casos su efecto es el mismo: la generalización
violencia total. Si vamos a juzgar la acción terrorista, propone Leis,
utilicemos el más radical de los criterios: la medida según la cual su
ejercicio envenena los conflictos sociales extremando el uso de la violencia.
El juicio cae en primer lugar sobre sí mismo y sus compañeros. En
tanto los montoneros, no importa su extrema buena intención, pusieron bombas que
mataron inocentes se trató de terrorismo (“de alma bella”, dice el autor). Sus
motivaciones –ratifica- eran “nobles”,
su recuerdo de aquellos años sigue siendo “feliz”. Sólo la hegeliana astucia de
la razón explica la convergencia de los buenos valores en la comisión de los
actos del mal.
A Leis coraje intelectual para las matemáticas no le falta. Sus
números le dan que habría habido unas 10.000 las muertes trágicas por violencia
política directa en todo el período (que va de la ejecución de Vandor y Aramburu al fin de la
dictadura). Desagregados, se distribuyen del siguiente modo: unas 1.000 serían
responsabilidad de las organizaciones revolucionarias; unas 1.000 de la Triple
A, unas 8.000 correrían por cuenta de las fuerzas militares al mando de Videla.
En suma, “el terrorismo de
los montoneros, de la Triple A y la dictadura militar son igualmente graves, ya
que contribuyeron solidariamente a una ascensión a los extremos de la violencia”.
El razonamiento apunta a la política oficial de la memoria, constituida por los
organismos de derechos humanos, y consagrada luego por el gobierno de los
Kirchner. Al recordar a los desaparecidos como víctimas del terror estatal se
hace borra su carácter beligerante de sus militancias, y con ello toda
posibilidad de compresión de la historia reciente.
Leis no adhiere ni acepta la “teoría de los dos demonios”, ni su
postulación dos extremos diabólicos, militares y guerrilleros, atormentaron a
una sociedad inocente. Al contrario, su tesis sobre el terror involucra masiva a
la sociedad civil y política en los antagonismos violentos de los años
setentas.
IV.
Política de la memoria y teoría del estado
Se trata, para Leis de modificar la política de la memoria para
ponerla al servicio de una teoría política del estado que haga efectiva la
reconciliación y la paz para la convivencia entre argentinos, todos igualmente
(mas allá de crímenes particulares que corresponde juzgar) victima-victimarios.
Esa teoría del estado apunta a la conquista de una narración más
imparcial, como fundamento de una institucionalidad neutral capaz de colocarse
por encima de la dinámica antagonista que nos hace recaer una y otra vez en la
violencia fraticida.
El carozo del asunto está en la legitimidad histórica del
estado. Sabemos con Hobbes, alecciona Leis, que “la
principal obligación del Estado es defender su existencia con los medios a su
alcance". Más aún, sabemos con Hegel que “el Estado, aunque imperfecto en su realización particular, sigue siendo
la institución superior de la historia humana civilizada”.
Se comprende que la acción armada contra el estado será, para
Leis el fundamento fundamentalista[1]
de la acción terrorista en la medida en que “desata fuerzas antiestatales en su seno que lo degradan rápidamente
hacia la barbarie”.
Ni siquiera le asiste a la guerrilla la legitimidad de haber
luchado contra un estado autoritario: a partir del triunfo de Cámpora y de la amnistía
25 de mayo de 1973 –que favoreció al
propio Leis, hace ya exactamente cuatro décadas- las organizaciones pierden toda justificación
para la acción armada, “fueron ellos los
primeros en llevar el terror a la nueva democracia”.
La secuencia posterior sería conocida. Leis la cuenta así: luego
“respondió” la Triple A con apoyo del
gobierno, lo que generó una anarquía de terrores cruzados que “justificará” el
golpe, deseado por la guerrilla.
El ímpetu asesino de la dictadura contra la guerrilla no
disminuye (sino que todo caso fue posible por el) hecho evidente de que la
guerrilla ya no contaba con ninguna legitimidad política en la sociedad. No
hubo héroes: “la lucha los convirtió a
todos en víctimas y victimarios”.
V.
La tesis de la generación, y de la guerra
civil
Ocurrió en la Argentina –siempre es Leis quien relata- que una “generación” (la de los 60) desafió a
Perón y a las fuerzas armadas. Querían su muerte, ocupar su lugar, y así le
fue. Perón se dio cuenta de todo y los llamó “imberbes”, clarificando el
carácter generacional del antagonismo en curso. Luego los militares de las
fuerzas armadas hicieron lo suyo.
¿Porqué apelar a la noción en desuso de generación? Partiendo de
las edades de los dirigentes de ambos bandos Leis concluye que la guerrilla
estuvo dominada por un terror parricida, propia de la generación de los 60 (la
única generación “fuerte” de la segunda mitad del siglo XX[2]),
para ser contrarrestada por la violencia “filicida” de la generación “débil” del
40.
La tesis de la generación remite, en Leis, a una hipótesis de
más vasto aliento, que enuncia sin desarrollar, sobre los hechos armados de los
años 70 como episodio particular de una larga guerra civil que alcanza a la
entera historia nacional. La noción de generación aparece, para los años
setentas, como la posibilidad de otorgarle una dimensión inconsciente (incluso
de base biológica, referida a las hormonas juveniles) a unos hechos cuya
racionalidad de largo aliento rebasaba a sus protagonistas.
VI.
Confesión, perdón, reconciliación
Una larga guerra que se prolonga bajo la forma del resentimiento
generalizado sólo se resuelve, sostiene Leis, por la vía de una reconciliación
profunda. No alcanza para eso con la justicia punitiva que juzga crímenes
individuales. Hace falta verdad, reparación, una justicia que reconcilie a la
comunidad como tal.
Una justicia así requiere en primer lugar que se deje de hablar
en nombre de quienes ya no están. Él mismo, viejo combatiente convencido,
piensa hoy de formas muy diferentes a las de su juventud. ¿No es, acaso, este
ejemplo, un índice contundente de la imposibilidad de hablar por aquellos que,
desaparecidos, pudieran haber cambiado en un sentido incierto su pensar?
Dado el carácter colectivo de la tragedia vivida en la que cada
quien fue a su turno víctima y victimario y dado que, según Leis, son las
fuerzas rencorosas del pasado las que actúan a través nuestro, posponiendo una
y otra vez la posibilidad de acudir a la potencia del perdón, propia de
nuestras tradiciones abrahámicas, se trata de hacer un llamamiento general al
riesgo de la confesión (de cada uno de los victimas/victimarios) mediante la
constitución de un memorial común de las víctimas de la guerrilla, de la Triple
A y de las fuerzas militares.
VII.
El error de Leis
“Ser más sabio me exigía no aceptar en aquel momento
el desafío de la revolución y, al final de cuentas, haber participado me dio
una oportunidad de sabiduría mayor”
La
cita de Leis parece extraída de la Fenomenología
del espíritu de Hegel. Para el (entonces ya no tan) “joven” maestro de la
dialéctica, la experiencia enseña a través de este tipo de torsiones que
vuelven siempre apasionante al acto del conocer. Conocer es conocerse, y
conocerse es hacerse. No es difícil enternecerse con el error de este excombatiente montonero extraviado, como en el
chiste que se atribuye a Borges.
Sucede
que Leis ha cometido el más irreversible de los errores. No tanto el de creer ahora
que se equivocó entonces, cuando quiso hacer la revolución (se sabe que para
Spinoza, por ejemplo, arrepentirse es equivocarse dos veces, sin embargo no me
parece que el de Leis sea exactamente el texto de un arrepentido), sino el de
dar forma de verdad/error (forma cognitiva: ser menos “sabio”) a algo que debía
ser pensado poniendo en juego otro espesor de esa misma experiencia.
Leis
no sabía (pero ahora sí lo sabe, y ese saber es ahora no sólo experiencial,
sino también muy universitario) que su impulso juvenil ponía en acto una
maquinaria infernal que lo trascendía y lo llevaba a la muerte. Nuevo Adán
frente al pecado original (para acudir a imágenes de sus propias tradiciones)
se priva de llevar a fondo su pensar de la derrota acudiendo al juego también
religioso de la conversión.
En la
Argentina hubo un grupo de personas quiso hacer la revolución, Leis entre
ellas. Hubo quienes supusieron que esa revolución debía ser hecha a través de
las armas. Ideologías y tácticas diversas diferenciaron a políticas diversas
entre estos últimos. La apuesta no salió. Lo que hubo fue una contundente
derrota política y militar. Todo lo que pensamos hoy ocurre, de modo
inevitable, en los efectos de esa derrota. Y sobre esos efectos debemos pensar
(en esto le damos la derecha a Leis).
Sucede
con Leis lo que ya señalaba Leon Rozitchner en un meduloso artículo de polémica
con la carta de Oscar Del Barco: ni la fuga mística hacia el perdón, ni el
redescubrimiento de los diez mandamientos como regulador para la praxis ayudan
a entender mejor hoy lo que se ha hecho mal ayer. Rozitchner pedía allí una crítica política inmanente respeto de los
propios criterios de la violencia revolucionaria de los años sesentas y setentas[3].
Si
podemos hablar de un “error” en Leis
consiste en eludir esta exigencia desde el vamos. Comienza excluyendo de lo
pensable la elaboración de sentidos de justicia elaborada al interior de las
posibilidades políticas del proyecto revolucionario. En lugar de actualizar
estas posibilidades, profundizando su reflexión por la misma vía del deseo que
lo había llevado al acto político, decide desistir de él como condición de una
nueva lucidez, mas formalista, de menor
arraigo ético.
Vitalismo pervertido
del estado
Esto
se ve claro, por ejemplo, en su argumentación sobre el terror y el estado. Leis
invoca –lo hemos visto- el derecho del estado a defenderse de quienes lo
agreden. Del estado de soberanía hobbesiano al estado biopolítico contemporáneo,
sin embargo algo radical ha cambiado.
El
estado ya no está autorizado a matar en nombre del viejo derecho soberano. La
propia pena de muerte ha ido perdido
estatus legal en la mayoría de los países del mundo. Ya no se mata, como antes,
pues, en nombre de un derecho a priori al mando.
Los
estados matan, hoy en día, haciendo desaparecer a grupos humanos enteros. No
cabe, entonces, reducir la cuestión al derecho del estado de punir delitos,
sino de pensar al estado como el defensor activo de un cierto modo de vida, de un
proyecto histórico al que considera superior (más racional, más vital, más
libre mas cristiano).
Cuando
el estado mata (al menos hasta donde hemos conocido) lo hace en nombre de un “vitalismo
pervertido” que asume su lucha por la supervivencia como lucha contra bacterias
o virus mortales.
Así lo
pensaba Foucault la transformación del estado justamente en aquellos años: “el
derecho de muerte tenderá desde entonces a desplazarse, o al menos a apoyarse
sobre las exigencias de un poder que ante todo administra la vida y se ordena
en función de lo que ella reclama. Esta muerte que se fundaba sobre el derecho
del soberano a defenderse o a exigir que
se lo defienda, va a aparecer ahora como el simple reverso del derecho del
cuerpo social a asegurar su vida, mantenerla y desarrollarla”.
Lejos
de oponer vida a muerte se trata de comprender hasta qué punto se intensifica
el poder de dar muerte cuando se desata en nombre de la vida: “las guerras nunca han sido más sangrientas
que desde el siglo XIX, e incluso, salvando las distancias, hasta ese momento
los regímenes nunca habían practicado semejante holocaustos a sus poblaciones”.
Es este poder vitalista de dar muerte el que escapa al formalismo soberanista
de Leis: “ese formidable poder de muerte
–y es quizás lo que le da una parte de su fuerza y del cinismo con el cual ha
empujado tan lejos sus propios límites- se da ahora como el complemento de un
poder que se ejerce como positivamente sobre la vida”.
VIII.
Leis no es solo Leis
Lo
insoportable, en el argumento de Leis, es su quiebre interno. Esa inflexión que
lo hace pensar bajo los efectos del poder vencedor. Esa falta de resistencia
interna que no le permite comprender los efectos activos de ese terror-vital en
el presente.
Comparto
hasta cierto punto la necesidad de una crítica positiva a las políticas de la
memoria y de derechos humanos del gobierno, y creo que aportes como los de Leis
son errores muy útiles, porque nos muestran un punto insoportable del momento
actual, al tiempo que nos indica en que orientación no debemos ir de ningún
modo[4].
No es
recordar santos, ni homenajear héroes. Muchos menos legitimar políticas modernizadoras
en sus nombres. Nos es preciso tomar nota de definitiva de la revolución
fracasada y dejar de jugar con su fantasma. Pero necesitamos hacer todo esto en
nombre de la emancipación, y no de su hipoteca.
La
fuga mística al perdón depende previamente de abstraer la trama concreta de los
hechos. Sólo cuando todos somos víctimas/victimarios cabe cancelar el
diferencial de valor en las apuestas políticas puestas en juego en su
contexto.
Igualmente
abstracto es la apelación a la confesión. Lo cierto es que, tal como lo
recuerda el historiador Bruno Nápoli, todos sabemos todo sobre los años de revolución y terror,
dado que ni el propio Videla no dejó de hablar hasta el último día[5].
Lo
lamento por la hermosa cita de Derrida (y por Bergolgio), pero creer en el
perdón, en este contexto, es completamente reaccionario. Política del desarmar
del ya desarmado. El único perdón conciliatorio que puedo concebir es uno que
nos devuelva la capacidad de hacer del presente un mapa de posibilidades
libertarias e igualitaristas.
Leis va por otro lado, y no va solo.
En su
deseo de recuperar la neutralidad del estado se priva Leis de comprender que si
alguien trabaja contra natura en esa línea es el kirchnerismo al que combate.
¿O no es acaso cada vez más cierto, mirando a un futuro próximo desde el
proceso político actual, que el relato de los derechos humanos ha sido separado
de toda radicalización efectiva, y condenado por eso a agotarse como último
gran relato nacional?
Leis
no está sólo en este empeño suyo. El propio desgarramiento interno de las
políticas de la memoria respecto de la necesidad de pensar toda una serie de
conflictos violentos que se reproducen en los distintos territorios subordinados
a la producción de renta financiera (de extracción minera e hidrocarburífera, a
la de especulación inmobiliaria y creación de mercados narco) prepara el
terreno para que nuevas figuras caigan bajo el renovado lenguaje del terrorista
y el fundamentalista.
El
olvido y recuerdo pueden marchar muy bien juntos en combinación nociva cada vez
que desarticulamos la memoria de la exigencia política de detectar, para
desarmar efectivamente, la máquina de producción de las víctimas. Tarea muy, pero
muy distinta a la de hablar en sus nombres.
[1] Sobre
el uso de la noción de “fundamentalista” ligada a “terrorista” ver la reflexión
de Jon Beasley Murray en su libro Posthegemonía.
Tomando el caso de Sendero Luminoso en el Perú logra mostrar hasta qué punto el
fundamentalismo justifica la teoría neoliberal del estado como protección de
una sociedad civil racional que negocia sus diferencias cuidando de que ninguna
de las partes (o movimientos) ejerza la social política por su cuenta. El estado neutral deja de serlo cuando el
fundamentalismo lo desafía. Beasley Murray se pregunta por las posibilidades
actuales de un “fundamentalismo-no mortuorio” (es decir, opuesto a Sendero).
[2] Leis
descuida su argumentación sobre la generación. No creo que estas
inconsistencias desmerezcan la línea de su investigación, pero la debilitan.
Sarlo lo señala: ¿No desmiente el argumento de base biológica/generacional la
existencia de expresiones culturales juveniles para nada parricidas?. Yo
encuentro otra objeción. Leis dedica un capítulo de su breve obra a la
mediocridad de las elites sociales y políticas responsables de la tragedia ¿Por qué llamar entonces “fuerte” a la
generación de los 60? ¿Se puede ser a la vez fuerte y mediocre? De otro lado,
¿cómo explica Leis que una generación “débil” haya vencido a una “fuerte”?.
[3] En
varios de sus escritos Rozitchner distingue violencia de izquierda (contra
violencia, estratégicamente a la defensiva y de base popular) de la violencia
asesina, de derecha (estratégicamente a la ofensiva, profesionalizada, separada
de toda autonomía de lo popular).
[4] El
propio kirchnerismo suele proponer como ideal la argentina “integrada” de los
años setentas. La idea de que sólo el autoritarismo y la miseria justifican la
insurrección constituye una negación elemental del papel de la radicalidad del deseo
obrero en momentos de bonanzas salariales. No hay más que volver a estudiar las
luchas de los obreros de Smata y Sitrac-Sitram de los años 60, y el papel
desempeñado por dirigentes como Agustín Tosco para comprender el carácter
reaccionario de estas valoraciones.
[5] La
Argentina reciente se ha visto compelida a hablar de los años setentas. Existen
cientos de textos, videos, películas, libros, documentos, entrevistas y cartas
sobre las acciones de las organizaciones revolucionarias.