Sobre la política de tipo masculina

(una lectura de coyuntura)
por Rosa Lugano


“El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres”.
Simone de Beauvoire

La política en masculino siempre ha intentado dominar aquello que se le escapa de las manos. Sin ir más lejos, Maquiavelo, que pasa por Gran Sensei de la política, explicaba que a la fortuna –materia voluble– había que tratarla como a la mujer: conquistarla, cuando no directamente someterla. Nietzsche, contra el feminismo, proponía “hacerle” un hijo a la mujer, lo que lo sitúa como un dandy vitalista en relación al padre del contractualismo moderno, Jean-Jacques Rousseau, quien sugería que la educación de las mujeres “esté siempre en función de la de los hombres. Agradarnos, sernos útiles, hacer que las amemos y las estimemos, educarnos cuando somos pequeños y cuidarnos cuando crecemos... Estas han sido siempre las tareas de la mujer, y eso es lo que se les debe enseñar en su infancia”.

Siquiera zafa el bueno de Spinoza, objeto de culto de parte de todos los géneros. Para él las mujeres, objeto de competencia entre los hombres, debían abstenerse de la política.

La política en masculino, como arte del dominio, encuentra en las masas su objeto eterno; un objeto, no obstante, siempre esquivo al gobernante. 

La política en masculino, por ese mismo motivo, ha gobernado siempre a partir de dos recursos básicos: el temor y la promesa (o el miedo y la esperanza). Sea el estado de soberanía (que castigaba o premiaba dejando marcas sobre el cuerpo); sea el actual estado neoliberal (que gestiona las formas de existencia por medio del dinero), la vida en femenino es leída, una y otra, en términos de dar seguridad (el tipo de seguridad, por ejemplo, propia del hombre de la casa).

La política en masculino adopta en estos días un aspecto bicéfalo-especular. El bloque político oficialista –que luego de aquel significativo 53% no encontró ejes que armen agenda y que contraresten las vicisitudes de una economía, al menos a nivel financiero, cada vez más endeble– movió sus piezas el último 25 de Mayo bajo el –tal vez pretencioso y discutible, pero eficaz– slogan “Una década ganada”. El bloque opositor no abunda en slogans (ni en proyectos) y no se hace fuerte en las calles (aunque el trinar de las cacerolas de teflón resuena aún en los oídos de más de un funcionario), sino que, al menos por ahora, su registro es el de la denuncia y el repiqueteo de la televisión.

Uno y otro, entre la esperanza y el miedo, optan por el juego del temor y ambos prometen diversas seguridades. La Presidenta avisó: “¡Vienen por ustedes!”. Lanata retrucó: “Si no estoy el próximo domingo, ¡hagan algo!” (controversia que no  hace sino confirmar, una vez más, aquella tesis de Marcelo Laponia que afirmaba que la política argentina padece el trauma de los desaparecidos, y que en base a esa “patología” la clase política hace uso estratégico de la trágica trama que los tiene como protagonistas).

El gobierno acusa con vehemencia a la oposición mediática de defender intereses espurios mediante procedimientos espurios. La oposición le achaca al gobierno otro tanto, y con idéntica vehemencia.
    
Mientras unos prometen crecimiento con inclusión vía consumo; otros prometen aprovechar las oportunidades para volver a crecer. Ambos con sus miradas puestas en el mercado mundial. Y ambos conducidos por la certeza de que es necesario recomponer la autoridad como condición básica de inserción de la economía agroexportadora argentina en ese marcado mundial (y recomponer la autoridad, incluso para las mujeres, es sin duda una tarea fálica).

El gobierno dice haber avanzado a paso firme contra la pobreza y la desigualdad (al punto que sus militantes se sienten a las puertas del socialismo). Los opositores desconfían de la solidez de este “avance” (puro plan social de contención mientras que haya rentas extraordinarias de la soja, dicen) e insisten en que las medidas del gobierno favorecen, de forma exclusiva, a un pequeño grupo de empresarios amigos y no a toda la clase dominante, como debería ser.

El gobierno se cree una minoría intensa, unida y organizada, convencida de que la historia a contrapelo les da la razón. La “opo” se cree, en cambio, una mayoría no representada, pero convencida de que el Estado quedó en manos de una asociación ilícita a la que hay que erosionar a partir de denuncias periodísticas de todo tipo y tenor. Ambos crean y viven en una ficción (bien masculina).

El gobierno de lo masculino –de los “porongas”, de los que “las tienen bien puestas”– decidió hace rato actuar sin explicar. Incluso, sin calibrar demasiado los consensos ni los efectos de lo que dice y hace. Pide “confianza” cuando lo que exige es obediencia. En esto están juntos funcionarios, gobernadores e intendentes; intelectuales, militantes y adherentes:  arrojados todos al cenagoso terreno del eufemismo y al titánico esfuerzo por la justificación. La oposición mediática ha decidido pasar a la denuncia sin organizar fuerza “política” o militante alguna: se atribuye mágicamente la confianza de “la gente” en torno a premisas absolutamente ideológicas. Sus intelectuales no tienen ninguna exigencia y nadan en un oportunismo completamente permisivo.

En este marco, por demás brumoso, al gobierno se le acaban los héroes y a la oposición se le agotan los dirigentes con liderazgo. Es que la política ha vuelto, señoras y señores. Una política democrática y republicana que ya no habla el lenguaje de las luchas de liberación, sino el de los derechos ganados o pisoteados. La política se hace presente, amigas y amigos, más masculina que nunca. Pura racionalización económica (del lavado al blanqueo), pura especulación de candidaturas, pura gestión de la crisis, pura demanda de policía en los barrios, pura promesa de consumo y seguridad. Así es, compañeras y compañeros, una década ganada. Por y para todxs. Una década en la que volvió, tan reconocible por todos, eso que los filósofos y los jefes han llamado siempre con masculina emoción la política.