La revuelta inconclusa de diciembre del 2001

 por Rosa Lugano
 
 


Como todos los años de esta última década el fin de año viene precedido por el recuerdo de la revuelta inconclusa del 2001. Propongo unos apuntes para la conversación sobre estos hechos que, en su inacabamiento, siguen pesando sobre nuestra conciencia política.

I. Durante diciembre del 2001 –fechar implica construir lo histórico a partir de lo arbitrario y de lo inevitable- asistimos a una insurrección inclasificable: una insubordinación general que tras sus rasgos de espontaneidad y su apariencia policlasista (las clases medias urbanas confiscadas por el corralito) vino determinada desde abajo por la profundización de una serie de puebladas en varias ciudades del país, así como por una larga marcha de los diferentes movimientos piqueteros. Las diferentes figuras de la crisis y de la revuelta –las asambleas de vecinos, el club del trueque, las fábricas ocupadas, los escraches se encontraron y maduraron en torno a la potencia destituyente del corte de ruta. La activación social de los pobres se desarrolló por fuera de las estructuras del peronismo y de la izquierda: emergió aquel diciembre como una de las grandes novedades política del cambio de siglo.

II. La tradición política no cuenta con esquemas mentales para pensar este tipo de revueltas. Las desmerece automáticamente como “anti-políticas”. Entre nosotros hubo muchos intentos de otorgar un valor político a la revuelta. Algunas argumentaciones –las más interesantes subrayaron las transformaciones micropolíticas.  Otras –como las que Juan Pablo Maccia intenta habitualmente en Lobo Suelto!- se las arreglan para señalar los efectos positivos que aquellos acontecimientos siguen operando en nuestro presente macropolítico.  Más allá del valor de estos aportes, ninguno de estos enfoques nos da elementos para un balance a la altura del tiempo transcurrido.

III. No estamos autorizadxs para denominar “revolución” a la revuelta. En primer lugar, porque no hubo algo que pueda ser representado como una victoria política (toma del poder), ni tampoco una derrota histórica (aniquilación de las fuerzas insurrectas). Como no sabemos pensar más allá de estas denominaciones nos conformamos con un lenguaje mediocre (“cooptación”, “romanticismo”) a la hora de relatar lo sucedido. No tenemos cómo hablar de nuestra revolución porque a pesar de haber sido lo más parecido a ella que podamos imaginar (los pobres dicen bastan y voltean al gobierno; evitan una salida reaccionaria; la insurrección coincide con otras que se dan en varios países de la región; todas ellas dan por resultado un “giro a la izquierda” a nivel de los gobiernos) la teoría política y las conveniencias de la coyuntura nos prohíben este tipo de jugueteos.

IV. Nuestro presente se organiza en torno a una dramática disyunción. Tenemos una “revolución” puramente recordada en el homenaje, o bien teorizada por politólogos e historiadores. Y a su lado una revuelta histórica y política que no encuentra el modo de ser narrada, pensada, retomada en la coyuntura actual.

V. La revuelta es inconclusa, entonces, en dos sentidos diferentes. De un lado, porque no encuentra –como hemos visto- lenguaje con la que se retomada. Pero, por otro, porque no encaja con el proceso político actual, ni con quienes intentan utilizarla para fines inmediatos. La revuelta no perdura como horizonte de los oprimidos, ni es reconocido explícitamente como base o poder constituyente de la que emana la legitimidad del gobierno, sino de un modo puramente negativo.

VI. Así, en 2001 hubo una conversión subjetiva, un parte aguas histórico y hasta un punto de inflexión, pero no una revolución. No somos capaces, en un sentido amplio, de celebrar de manera plena, en estas fechas, la irrupción de una potencia popular, bien de abajo, con capacidad de cuestionar las jerarquías perdurables de nuestra sociedad. A diferencia de las revoluciones auténticas, no hubo cambio de calendario. Diciembre del 2001 se recuerda a las víctimas. Se repasan las imágenes de la crisis. Todo eso redunda en un efecto de alivio: hemos salido de aquel “infierno”. O bien como amenaza: “podríamos volver”. Así, con el tiempo, resulta que en rigor, la revuelta del 2001 no existió.

VII. ¿Qué hemos perdido con la revuelta desbordada? Al menos tres cosas. Por un lado, la capacidad de revalorizar la participación desde abajo, desde los pobres y los explotados. Esta dimensión de la política, que a nivel mundial habían relanzado los zapatistas luego del derrumbe del llamado socialismo real, ha sido sepultada ante las exigencias de una coyuntura en la cual se impone por izquierda –ente el gobierno (sea en su defensa o en su crítica). Por otra parte, hemos extraviado nuestra aptitud para pensar más allá de los “relatos” pre-constituidos. De experimentar, sentir y participar desde nosotros mismos las tensiones, contradicciones y antagonismos que recorren nuestra sociedad. Pero hemos perdido algo más, que no tiene menos que ver con el pasado perdido, y más que ver con las luces encendidas en un presente global: la confianza en la política de los muchos, en el modo horizontal del hacer, en la capacidad de afirmar enunciados desde los muchos que trabajan y comunican, toda esa riquísima cultura que hoy se practica y se despliega en las calles de Atenas a el Cairo, de Oakland a Madrid o Jerusalén (para no volver a nombrar a los zapatistas).
 
VIII. En el mismo momento en que el quehacer político se torna “zapatista”, o “dosmiyunero”; en que los rasgos de estos ciclos de lucha se comunican como nunca con los de la “revuelta” inconclusa, nos ausentamos completamente de estas innovaciones refugiados en la defensa de una suerte de “revolución nacional”, que cuaja mucho mejor en la retórica, y nos deja hace sentir que, a fuerza de no tocar ningún tema de fondo, nos eximirá de más perdidas.