Inventar el común
por Judith Revel y Antonio Negri
Partimos de una constatación muy simple ya que a veces es más
fácil razonar empezando por el final: vivimos en un mundo donde la producción
se ha convertido en un acto común. Algunos de nosotros todavía tienen en mente
los análisis de Foucault sobre la doble tenaza que la industrialización impuso
a los cuerpos y las mentes de los hombres desde finales del siglo XVIII. De una
parte la individualización. la separación, la desobjetivación, el
adiestramiento de cada individuo, reducido a unidad productiva en forma de
monada, sin puertas ni ventanas, totalmente desarticulado y rearticulado en
función de las exigencias de rendimiento y maximización de los beneficios; por
otra, la construcción en serie de estas monadas productivas, su masificación,
su constitución en personas indiferenciadas, su carácter intercambiable, puesto
que el gris siempre equivale al gris y un cuerpo amaestrado vale por otro.
Individualización, serialización -he aquí la bendita tenaza del capitalismo
industrial, la maravilla de una racionalidad política que no duda en redoblar
su procedimiento de control y de gestión, en morder la carne de ese individuo
que está formando a su imagen y semejanza, en encuadrar a aquellas personas que
se inventa, para asegurar definitivamente su poder sobre la vida y explotar su
potencia. Oyendo esto, algunos releen Vigilar
y Castigar.
Otros, simplemente, tienen en mente el ritmo de la cadena
productiva, los brazos rotos, la impresión de no existir más, el cuerpo que se
transforma en carne de cañón para la producción en serie, la repetición sin
fin, el aislamiento, la fatiga. La impresión de haber sido tragado por una
ballena y haber sido masticado como tantos otros.
Todo esto es cierto. Todo esto existe todavía. Pero va
existiendo en menor medida. Desde sus inicios, Multitudes [2] ha tratado de dar cuenta de esta mutación, de
describir esta realidad -esta “tendencia” que atravesaba la existencia y excavaba
dentro de la íntima consistencia- de analizar las consecuencias. Esta mutación
ha tocado, al mismo tiempo, las condiciones de la explotación, las relaciones
de poder, el paradigma del trabajo, la producción de valor. Este transformación
también ha investido las posibilidades de resistencia porque esta
transformación, paradójicamente, también ha reabierto y multiplicado sus
posibilidades.
Uno de los puntos más difíciles y más polémicos para los que
todavía hoy se mantienen en el viejo modelo de la producción en serie, en la
figura de la fábrica y la historia de la resistencia de la clase obrera, es
pensar que un nuevo modo de explotación -más fuerte, más eficaz, más extenso-
pueda acrecentar la posibilidad de conflictividad y de sabotaje, de rebelión y
de libertad. Para nosotros, decir que el modelo de producción (y por tanto de
explotación) ha cambiado, decir que es necesario dejar de pensar en la fábrica
como la única matriz de producción y de conflictividad proletaria, es también
pensar en una mayor resistencia. Cuando hablamos de "nuevo
capitalismo", de capitalismo cognitivo, de trabajo inmaterial, de
cooperación social, de circulación del saber, de inteligencia colectiva,
intentamos describir, al mismo tiempo, la existencia de un nuevo saqueo
capitalista de la vida, su investimento no solo en la fábrica sino en toda la
sociedad, pero también la generalización del espacio de la lucha, la transformación
del lugar de resistencia y la figura de la metrópoli como lugar de producción,
convertida hoy en el espacio de resistencias posibles. Nosotros decimos que hoy
el capitalismo no puede ya permitirse desobjetivar -individualizar, serializar-
a los hombres, no puede triturar la carne para hacerla un golem de dos cabezas
(el "individuo" como unidad productiva, las "personas" como
objeto de gestión masificada). El capitalismo no puede permitírselo porque lo
que produce valor actualmente es la producción común de la subjetividad. Cuando
nosotros decimos que la producción es común, no negamos que existen todavía
fábricas, cuerpos destrozados y trabajo en cadena. Afirmamos que el principio
mismo de la producción, su centro de gravedad, se ha desplazado; que la
creación de valor, hoy, consiste en poner en red la subjetividad y capturar,
desviar, apropiarse de la actividad común. El capitalismo necesita de la
subjetividad, es parasitario. Por tanto está encadenado a aquello que
paradójicamente lo pone en peligro: porque la resistencia, la afirmación de
libertad, es precisamente hacer valer la potencia de invención subjetiva, su
multiplicidad singular, su capacidad de producir el común a partir de las
diferencias. Los cuerpos y los cerebros han pasado de carne de cañón a armas
contra el capitalismo. Sin el común, el capitalismo ya no puede existir. Con el
común la posibilidad de conflicto, de resistencia y de reapropiación se
incrementan infinitamente. Formidable paradoja de una época que por fin a
conseguido librarse de los ornamentos de la modernidad.
Desde el punto de vista de lo que puede llamarse la
"composición técnica" del trabajo, la producción ha devenido en
común. Desde el punto de vista de su "composición política", se
necesitaría entonces que a esta producción común se correspondiesen nuevas
categorías jurídico-políticas, capaces de organizar este "común",
para expresar su centralidad, para describir sus nuevas instituciones y su
funcionamiento interno. Actualmente estas nuevas categorías son insuficientes.
De hecho, disfrazamos las nuevas exigencias del común, continuamos pensándolas
en términos obsoletos -como si el lugar de producción fuese todavía la fábrica,
como si los cuerpos estuvieran todavía encadenados, como si no hubiese elección
entre estar solos (individuo, ciudadano, monada productiva, número de celda en
una prisión o trabajador en cadena, pinocho solitario en el vientre de la
ballena) y ser indistintamente masificado (población, pueblo, nación, fuerza de
trabajo, raza, carne de cañón por la patria, bol digestivo en el vientre de la
ballena)-, de hecho, por tanto, continuamos actuando como si nada hubiese
ocurrido, como si nada hubiese cambiado: esta es la más perversa capacidad de
mistificación del poder. Debemos abrir el vientre de la ballena, debemos
derrotar a Moby Dick.
Esta mistificación reposa en particular sobre la proposición
casi permanente de dos términos, que funcionan como otros tantos engaños pero
al mismo tiempo corresponden a dos maneras de apropiarse del común. La primera
es el recurso a la categoría de lo "privado"; la segunda, el recurso
a la categoría de lo "público". En el primer caso, la propiedad
-Rousseau dixit: y el primer hombre que ha dicho "esto es mío"... -
es una apropiación del común por parte de uno solo, es decir, la expropiación
de todos los demás. Hoy, la propiedad privada consiste propiamente en negar a
los hombres su derecho común sobre lo que solo su cooperación es capaz de
producir. La segunda categoría, al contrario, es la de lo público. El buen Rousseau,
que era tan duro con la propiedad privada que, con razón, la consideraba la
fuente de todas las corrupciones y sufrimientos humanos, cae inmediatamente en
la trampa. El problema del contrato social -el problema de la democracia
moderna es por qué la propiedad privada genera desigualdad, cómo se podrá
inventar un sistema político donde todo, perteneciendo a todos, no pertenezca a
ninguno. La trampa se cierra sobre Rousseau -y sobre todos nosotros al mismo
tiempo. Esto es por tanto lo público: lo que pertenece a todos pero a ninguno,
es decir lo que pertenece al Estado. Y puesto que el Estado debería ser
nosotros, entonces se necesita inventar algo para rendir la manumisión del
común, haciéndonos creer por ejemplo que nos representa, y si el Estado se arroga
los derechos sobre lo que nosotros producimos, es porque el
"nosotros" que somos, no es lo que producimos en común, que creamos y
organizamos como común, sino aquello que nos permite existir. El común, nos
dice el Estado, no nos pertenece, porque no lo creemos en realidad. El común,
es nuestro suelo, nuestro fundamento, lo que nosotros tenemos bajo los pies: nuestra naturaleza, nuestra identidad. Y
si esto no nos pertenece -ser no es tener- la manumisión del Estado sobre el
común no se llama apropiación sino gestión (económica), delegación, delegación
y representación (política). CVD: implacable belleza dal pragmatismo público.
La naturaleza y la identidad son las mistificaciones del
paradigma moderno del poder. Para reapropiarnos de nuestro común, es necesario
ante todo producir una crítica radical. Nosotros no somos nada y no queremos
ser nada. "Nosotros" no es una posición o una esencia, una
"cosa" que es fácil declarar pública. Nuestro común no es nuestro
fundamento, es nuestra producción, nuestra invención continuamente renovada.
"Nosotros" es el nombre de un horizonte, el nombre de un devenir. El
común está delante de nosotros, siempre, es un progreso. Nosotros somos este
común: hacer, producir, participar, moverse, dividir, circular, enriquecer, inventar,
relanzar.
Todavía nosotros seguimos pensando, tras casi tres siglos, la
democracia como la administración de la cosa pública, es decir como la
instituto de la apropiación estatal del común. Hoy, la democracia ya no puede
ser pensada sino en términos radicalmente diferentes: como gestión común del
común. Esta gestión implica a su vez una redifinición del espacio -compopolita;
y una redifinición de la temporalidad- constituyente. No se trata ya de definir
una forma de contrato que haga que todo,
siendo de todos, no pertenezca a ninguno. No, todo, siendo producido por todos, pertenece a todos.
En el dossier que algunos hemos propuesto en la “maggiore” de
este número de Multitudes (a partir
las experiencias llevadas a cabo desde hace unos años y a partir también de la
constatación de que estas experiencia están ahora generalizándose), nosotros
intentamos hacer visible este común, hacer recuentos de las estrategias de
reapropiación del común. En la actualidad, la metrópoli se ha convertido en
tejido productivo generalizado: es donde se da y se organiza la producción
común, es donde la acumulación del común se realiza. La apropiación violenta de
esta acumulación se hace todavía a título privado o público -y lo que se llama
"la renta" del espacio metropolitano es ahora un enjeu económico importante, y es sobre este punto que las
estrategias de control se cristalizan- pero nosotros no queremos entrar aquí en
los análisis de la relación de esta renta con el beneficio ni tampoco en la de
la "externalidad productiva"... nos es suficiente, por el momento,
fijar el hecho de que la apropiación privada es a menudo garantizada y
legitimada por la apropiación pública, y viceversa.
Retomar el común, reconquistar no ya una cosa sino un proceso
constituyente, significa también el espacio en que eso se desarrolla: el
espacio de la metrópoli. Trazar diagonales dentro del espacio rectilíneo del
control: oponer las diagonales a los diagramas, los intersticios a las quadrillages, los movimientos a las
posiciones, los devenires a las identidades, las multiplicidades culturales sin
fin a las naturalezas simples, las artificios a las demandas de origen . En un
bello libro, hace algunos años, Jean Starobinski ha hablado del siglo de las
Luces como de un tiempo que había visto "la invención de la
libertad". Si la democracia moderna ha sido la invención de la libertad,
la democracia radical, hoy, quiere ser la invención del común.
Traducido por Nemoniente
[1] http://uninomade.org/inventare-il-comune-degli-uomini/
[2] http://multitudes.samizdat.net/