¡Oooh, qué se valle todo, oooooh!

(la década impensable/caudillos muertos/arquitectura política)*
El kirchnerismo es, también, una inscripción en el espacio público. Se nutrió de las detonaciones del 2001 e hizo una reelectura propia y potente. Ya nadie clama por la extinción de la clase política. El líder que acaba de morir logró que se festejen aún sus apropiaciones indigeribles. La ambigüedad en el vallado de Plaza de Mayo
Diego Genoud

Dos tiempos superpuestos
Las vallas policiales que obturan la Plaza de Mayo están ahí hace casi diez años. Es un tajo metálico que se extiende desde Hipólito Yrigoyen hasta Rivadavia y que, en ocasiones, se expande hasta interrumpir el tránsito por completo. Cuesta ignorarlo. Son 72 bloques de hierro mallado que marcan distancia y amedrentan. Echan raíces en la plaza desde el 20 de diciembre del 2001. Recuerdan las escenas de la masacre con la que Fernando De la Rúa se despidió del bastón presidencial. Carros hidrantes, perros, caballos, gases lacrimógenos, cabezas de tortuga, bastones, balas de goma y a ese helicóptero que partió. Pero son al mismo tiempo, en los días finales del 2010, un paisaje que se volvió rutina inapelable, un elemento más de una escenografía que a nadie inquieta ni sorprende. Néstor Kirchner nunca se decidió a retirarlas. Cristina tampoco.
El día que él murió se produjo una alteración mínima. A eso de las cuatro de la tarde, un grupo de policías de la Federal comenzó a bajar vallas blancas –las mismas que se habían usado para el Bicentenario- de un pequeño camión y a delinear ese sendero angosto que entreabrió el vallado inamovible para que se ordene la fila imponente de los que querían agradecerle a Kirchner por su obra. Un vallado de contacto se convirtió en la hendija que superpuso el diseño de dos tiempos muy distintos. El del 2001 no se desarmó: siguió organizando la escena.
La plaza como amenaza 
El símbolo es potente y claro pero, por su aparente anacronismo, se presta a interpretaciones diversas. ¿Es un detalle que no habla del fondo? ¿Una parte escindida del todo? ¿Un temor infundado? ¿Apenas un olvido? ¿Un capricho de esos que los tantos que le atribuyeron a él? ¿Una muestra de que, cuando se decidiera, podría reprimir? Difícil. Las vallas de la Policía Federal persisten más bien como centinelas que advierten ante el peligro de lo desconocido y el avance del enemigo. Son el dique de contención de una marea difusa que, cuando estalla sobre las costas del poder, no da tiempo a nada. Son la conciencia de una fragilidad que –más allá del esfuerzo o la autosuficiencia- no se borrará tan fácil como se supone. La arquitectura de una gobernabilidad que decide su rumbo día a día.
En otro tiempo político, sería imposible naturalizar esa cortina de rejas. Se trataría de la afirmación imperativa de un gobierno represivo. Pero el kirchnerismo es grande por su capacidad pedagógica: nos hace entender que no tiene sentido entretenerse en cosas que todos vemos. Hoy aparece como incongruencia en el escenario semiótico de una administración con altos índices de aprobación y que evitó, casi siempre, resolver el conflicto social con represión. Rastro de una ambigüedad que se achica o se agiganta sin preaviso. Tras la muerte de Kirchner, su sentido se volvió más confuso. Todavía quedan retazos de carteles en su apoyo y las flores y espigas que lo despidieron con dolor. Como si las vallas fueran ahora apenas un paredón más en el que el pueblo se expresa.
Y pese a eso, aún delimita una frontera insoslayable. La muerte del ex presidente vuelve a invitar a pensar este tiempo de continuidades y rupturas. Algo dicen esas rejas de la democracia que renació después del estallido del 2001, algo confiesan de sus instituciones, algo enuncian con respecto al kirchnerismo. Algo dicen de Kirchner esas vallas que los sobrevivieron. El sistema político no puede prescindir de un vallado: sigue pese a todo en emergencia, en estado de vigilia, sobresaltado. Hay una turbulencia, latente y casi siempre imperceptible, que puede socavarlo. Incluso el proyecto que más adhesiones cosechó en el movimiento popular desde 1983 las quiso ahí, como reaseguro. Vallas que le cuidan las espaldas al gobierno de turno.
La calle y la reja
En la puerta de entrada a la Plaza de Mayo, el gobierno porteño también despliega su vallado policial. Pero su política de fondo para el espacio público es otra: el avance de rejas en todas las plazas de la ciudad. Es una apuesta más previsible, en busca del repliegue ciudadano y del corset para lo público. La Plaza de Mayo no ha sido enrejada aún. Es el escenario principal de la lucha política en 200 años de historia. La plaza de la revolución, del peronismo y las patas en la fuente. La paradoja es que el kirchnerismo recuperó la política y la plaza como lugar. Pero se quedó con las vallas. Escenografía parlante. Asunción de una fragilidad sistémica que no podía prescindir de advertencias para gobernar. Los manifestantes que pretendieron acceder al portón de la Casa Rosada en este período se quedaron lejos. No hubo asedio posible. Apenas un merodeo en torno al símbolo nodal del poder político.
Kirchner fue –entre tantas otras cosas que ya se dijeron- un peronista que vivió la constante de la calle como escenario decisivo. La calle como nutriente, como sostén y como termómetro, como punto de partida, como lugar de enunciación, como argumento irrebatible. Aún pese a sus dificultades para edificar una fuerza política propia y consistente, el kirchnerismo –en sus distintas vertientes- desplegó una vitalidad que muy pocos pueden exhibir. Desde ahí, obtuvo conquistas importantes y sólo perdió en el conflicto por la resolución 125.
Pero Kirchner fue también ese presidente que aterrizó en la cúspide de un edificio en ruinas y leyó como nadie de su clase el cimbronazo del 2001: tuvo presente casi siempre que el estallido había instalado como trasfondo permanente las réplicas de un sismo que habitaba la política. Se dejó atravesar por la crisis. No fue impermeable a sus esquirlas. Se nutrió de esas detonaciones. Desde ese roce, aplastó a sus rivales.
Los adversarios que lo aborrecieron hasta el fin deberían replantearse su posición ante el político Kirchner. ¿Qué sería de ellos si él no hubiera llegado para devolverle legitimidad a un sistema político que se desangraba abrazado a la receta represiva?. Deberían haber sido los primeros agradecidos: ahora pueden caminar por la calle.

Kirchner y los caídos (de su tiempo)
Durante su mandato, se aferró a la consigna de no reprimir el conflicto social. Los 1663 muertos registrados del ciclo que lleva su nombre cayeron en otro escenario. Gatillo fácil, torturas, muertos en comisarías, institutos de menores. Pobres, jóvenes, morochos. Política de Estado que trasciende pero incluye sin problemas al gobierno actual. 
Los crímenes de Kosteki y Santillán nunca dejaron de hablarle al oído. Antecedente de doble lectura. El recuerdo amenazante y, a la vez, el trauma que dio origen a su candidatura y a un nuevo tiempo. Siguió siempre que pudo esa máxima. Se dio una política con los movimientos sociales, con los organismos de derechos humanos, con las corrientes sindicales. Dividió, cautivó, debilitó, sumó, fogoneó, incidió, atendió demandas, operó en un terreno que otros daban por perdido o despreciaban. Alteró el flujo de la política: la iniciativa volvió al arriba. En poco tiempo, la plaza se fue secando de contrincantes y solo la izquierda partidaria deambuló cerca con peso relativo. La mayor parte de las organizaciones populares que apostaron al Gobierno aceptaron que sólo Kirchner sabía cuál era el momento de avanzar y cuál el de retroceder. Así pasó ante la desaparición de Julio López y el asesinato de Mariano Ferreyra.
La plaza como aval

Pero Kirchner construyó además una relación intensa y propia con la plaza. Desde ese día en que asumió y se asomó con su familia al balcón con cara de incrédulo. Soportó movilizaciones masivas como las de Blumberg y sintió también la satisfacción de ver cómo sus adherentes se adueñaban del escenario. El vallado siempre estuvo ahí, más allá de las variaciones. Incluso el 25 de mayo de 2006, cuando tuvo su Plaza del Si. Como si su supremacía política se diera sobre un fondo de precariedad, como si ya nada se consagrara con la certeza de la solidez, como si todo corriera el riesgo de ser efímero.
Después vinieron las concentraciones contra el campo, la épica antisojera, la resolución de Martín Lousteau. De fondo, sí, la necesidad de que el Estado intervenga para redistribuir la renta. Fueron por lo menos dos plazas en las que el kirchnerismo sumó por izquierda a sectores que entendieron que Sociedad Rural siempre querrá decir lo mismo.
Pero hubo una plaza más dramática, el día en que la Gendarmería se llevó a De Angeli a upa en Gualeguaychú. Esa noche, ya tarde, Kirchner fue a poner el cuerpo en la plaza con un grupo pequeño de sus compañeros. Dividió la pantalla y ganó un lugar en la tapa de los diarios a costa de ofrendar su fragilidad como espectáculo. Abrazado a sus compañeros, dio varias vueltas a la Pirámide de Mayo: lo llevaban en andas, lo despeinaban a manotazos, una bandera argentina lo cubría. La imagen transmitía una soledad que aún hoy resurge desoladora y confirma que la plaza era central para su estrategia.
En el otro extremo, están el 27 y 28 de octubre. Una vigilia popular en defensa de lo hecho, en alerta ante el vuelo de los albatros. La muerte de Kirchner cierra la década y abre interrogantes, invita a repensar los roles asumidos. El ex presidente se adueño de la iniciativa, disputó el escenario público y fue más allá de lo que la medianía suponía. Sin embargo, nunca se olvidó totalmente del 2001, del estallido como metáfora, de que debajo de la quietud puede incubarse un volcán de descreimiento. Las vallas atestiguan: muestran el reverso simbólico del kirchnerismo, como ayuda-memoria traumática, como constatación de la desconfianza ante su propia, por momentos elocuente, fortaleza. Como sello de una década que agoniza, como límite de una época que quiere trascenderla.
* Nota aparecida en la revista Crisis, Nº 2, diciembre de 2010.