La Argentina de la 'buena onda'



Hasta hace no tanto, ser un tipo feliz o un pobre diablo, estar contento y con ganas de clavarte medio litro de estricnina, ser alguien que sabe disfrutar de la vida o la víctima irremediable de una existencia de mierda parecían opciones vitales más o menos restringidas al ámbito de lo “personal”, un modo íntimo de ser que no se vinculaba –al menos no directamente— con lo político. El contexto social, claro, cooperaba: no era lo mismo ser una niña que corretea desnuda entre alucinados participantes de Woodstock que otra que lo hace esquivando bombas de Napalm en Vietnam. Así y todo, era mucho más evidente cómo la política producía el (buen o mal) humor de las personas que a la inversa.

La historia nos invita ahora a presenciar una vuelta de tuerca en la que esta relación se invierte: estar de buen humor, tener buena onda, decir a viva voz que atravesamos un periodo de fiesta y denunciar la mala onda de los grandes medios de comunicación es (como otrora organizarse en un sindicato, poner un “caño” o expropiar un camión de leche y repartirlo en un barrio obrero del conurbano) un aporte fundamental al proceso de transformación que estamos viviendo. Sin embargo, ¿cómo fue que el proclamarse feliz pasó a ser una contribución a la liberación nacional? ¿Desde qué momento la verdad de la política comenzó a jugarse en el buen o mal humor de la gente, tal como lo exhiben los diarios, los noticieros y los programas de TV? ¿Era San Martín un tipo divertido? ¿Tendría Alem la risa sonada de Lucho Galende? ¿Era Perón un buena onda?



Y si la metáfora del humor de los mercados no fue nunca fácil de digerir (aunque la materialidad de dicho humor sea indiscutible a la hora de la suba o baja de los valores en la bolsa), la del humor social como mecanismo de valorización de la política es, aunque inquietante, mucho más tangible. La buena onda deviene, así, fundamento y motor de la política.


Y no es tanto la inaprensible felicidad ni, mucho menos, una dionisíaca alegría (que habilitaría desbordes, alteraciones, caos); no, es la buena onda, una pasión light, una sensibilidad propia de estas democracias de pecho tibio. Como todo gran concepto político, tuvo una dinámica exitosa previa ajena a ese campo: más de un amigo, por ejemplo, venía encontrando en el par buena/mala onda el eficaz modo de ordenarle, de jerarquizarle el mundo a su cándido niño en reemplazo de lo que, otrora, hubiesen sido otros pares más densos: lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido, la perfección y el vicio. Así, si el amiguito te presta los juguetes, es buena onda, si te los arrebata de un manotazo, es mala onda; si la película causa risa, es buena onda, si es un embole infumable, es mala onda, si el morfi está rico es buena onda, si te da cagadera, es mala onda… (y así al infinito).


Pero, claro, es más atrás adonde hay que remontarse para ver el fúlgido origen, su esplendoroso advenimiento; quizás, al momento en el que mi amigo y la democracia transitaban, juntos, su infancia. Corría 1988 y el mal humor social parecía crecer a pasos de gigante. Se reiteraban los levantamientos militares y la hiperinflación era, ya, incontrolable. Se propuso un plan económico con un nombre re buena onda, pero con una nula eficacia: el plan primavera. En ese marco, insistimos, de palpable mal ánimo, aparece en canal 7 (dónde, si no) un programa dispuesto a combatir el desaliento y la angustia. Aquel olvidado precursor de 6, 7, 8 iba a medianoche y su barbado Lucho Galende no era otro que el insuperable Raúl Portal. “Noti Dormi” era el nombre de aquel exitoso y masivo programa televisivo cuyo objetivo no era otro que crear los conceptos que conjuraran el “operativo desánimo” del momento: nociones como las de Caracúlicos, Tiramerdis o Crotófalos caracterizaban a los Marcelo Bonelli, a los Morales Solá del momento; estaba Atilio, el hombre que nunca sonreía y el perro Tristonio. Ante este bestiario del mal humor, “Hop hop, arriba y buena onda”, “Tirá la buena que vuelve” y Jurujujaja. Una maravilla.


No obstante, importa menos el recuerdo de estas glorias pasadas que su insigne actualización: como replica invertida de las fotos loser del Duro de Domar de Pettinato, “El club de la buena onda” de 6, 7, 8 recibe nuestras fotos felices, aquellas que en lugar de engalanar la intimidad del hogar evidenciando la siempre venturosa constitución familiar, deciden volverse públicas, salir a la arena política y hacer su contribución –inmensa y nimia a la vez- al proceso de transformación social.

Sonrientes, abrazados, siempre dos o más (nadie se enfiesta solo, parece), con los pulgares levantados, con los dedos en “v” (muchos, muchísimos), brindando, con carteles en las manos y mirando al frente, a cámara. Todos mirando a cámara. La sucesión de fotos es un “acá estamos”, “somos nosotros”, los que tenemos buena onda con el proyecto K. El desfile de imágenes, presentado antes y después de cada corte, es acompañado por cortinas elaboradas con grandes hitos de nuestra cultura musical como "Todo el mundo está feliz", de Xuxa, "Hoy puede ser un buen día", de Serrat o "Buena Onda", del dúo Pimpinela. Otra maravilla: no hay operativo desánimo que pueda resistir este embate de alegría y energía positiva.


Con todo, la multiplicidad de fotos que se ofrecen, se dedican, se contemplan, se intercambian parece haberse vuelto signo sobresaliente de una época dominada por facebooks y fotologs. De las multitudes apiñadas en una plaza con la vista congelada en un balcón, a la multitud de imágenes que pasan inquietas, una tras otra, haciendo el aguante, el verdadero aguante. “Al final, los vencedores siempre son los que saben salir bien en la fotografía”, dijo alguna vez el Manuel Vicent. Claro, asentimos, y los que se cargan la realidad al hombro con buena onda.


Horacio Tintorelli (Intelectual, militante de la Asamblea de Pensamiento Marxista)